Lacandona

 


Estoy en la asamblea y estoy sintiendo el vértigo. Así se siente cuando voy a desmayarme: voy dejando de sentir las cosas. Es mejor mirar al cielo cuando me siento así... me ayuda a imaginar que caeré para arriba. No creo que en el cielo haga calor, aunque esté más cerca del sol, pesa más aquí abajo que arriba. Aquí ya pudo agarrar viada, agarra fuerza mientras cae y te azota, el calor te pega, te pegan los rayos. Hoy no desayuné. La bandera no puede ondear porque no hay viento. Empieza a sonar el ruido que hace el himno y me desmayo. Mientras me desvanezco me llegan pedazos de la letra del himno. Esa canción son puras cosas que no es cierto. En la letra te mete ganas de que vayas a la guerra, a donde está la guerra, y que si no hay guerra, que la guerre la lleves tú. Que seas la guerra . Siempre fantasié con cómo era el masiosare. Mi papá se metió a la guerra, porque dijo que le traía coraje atorado al masiosare. Antes de que se hiciera soldado, yo no sabía qué era mi papá, o sea, no sabía en qué trabajaba...siempre que salía nos miraba a mi y a Raul y a mi mamá muy serio, y aunque no le preguntábamos a dónde iba, ni a qué hora regresaba, él de todos modos nos decía: "voy a un mandadito"...a veces regresaba a la mañana después, temprano. antes que el sol. Hasta el día de hoy, hasta este momento, todavía no sé a dónde se iba, ni por qué tardaba tanto. Hasta que un día lo vi más diferente, se había bañado, rasurado, llevaba las botas brillosas, yo me miraba en el reflejo de sus botas negras y mi cara casi era la misma. Luego levanté los ojos para mirarlo a él y decirle que sus botas estaban "impecables"...había aprendido esa palabra en un comercial y quería usarla con mi papá, quería decirle algo bonito usando esa palabra: "impecable". Pensé que él se iba a sorprender de que su hijo pudiera usar así las palabras, y que me iba a dar para un gansito como premio. Levanté los ojos para decirle eso y vi que tenía lágrimas y que quería llorar. Los ojos rojos, las manos le temblaban, me miraba muy derecho, me miraba completamente a mí y de repente se volteaba, veía para otra parte pero como viéndome todavía, como agarrando coraje para verme. Yo le pregunté si tenía los ojos así porque le había caído champú y se le olvidó cerrarlos, y él se rio, se rió y lloró al mismo tiempo. Y se agachó para verme de frente y me dijo, "Ya se me olvidó, muchacho, tú recuérdame cómo cerrarlos..." Y yo le cerraba los párpados y le decía "déjalos así, déjalos así". Y él se reía. Luego se paró. Dijo que ahora iba a tener que ir a "hacer un mandadote", que esta vez se iba más lejos, que iba a ir a "cantarle un tiro al masiosare". Se reía luego de decirlo, pero sé que lo decía en serio. Mucho días después de ése, una mañana que desayunábamos yo y Raúl y mi mamá, mi mamá se levantó a apagar la tele y se empezó a a apretar las manos. Eso hacía cuando nos iba a regañar. Pero esa vez no hubo regaño. Su mirada se parecía a la que tenía mi papá el día que nos dejó, como si ella también estuviera a puente de irse muy lejos. "Su papá se metió de soldado". Raul no entendía lo que era un soldado, pero se puso a llorar. Yo presentí que no era la noticia completa. Que nos iba a llevar a qué viviéramos a Chiapas, que allá el espacio sobraba, que ya estaba todo preparado. Que había "desaparecido en Lacandona". Yo no sentí ganas de llorar, pero recuerdo muy bien la bola, la bola que sentí en la boca del estómago...una bola de nada. Él se fue a buscar la guerra. Y la encontró. Pero la guerra no nos lo quiso regresar. O sea que el masiosare, escondido en la selva Lacandona, podía haberle ganado a mi apá. Siempre le preguntamos a mi apá que quién era el mentado masiosare. Y él nos decía con la voz bien derecha “es un extraño enemigo, muchacho, o sea que no podemos saber quién es”. Y luego solo abría la boca pa pistear. Eso pasó hace mucho. Muchos años después de eso, cuando tuvimos la edad para pelarnos, nos pelamos para ir a donde estaba el señor padre, o el cuerpo muerto del señor padre, y el cuerpo vivo del masiosare, cercas los dos. Raul tenía 18 años, yo 22, y estaba hecho un manojo de nervios y coraje. Me habían rechazado de la UNAM. Raul ni siquiera intentó hacer el examen cuando se enteró que yo no lo pasé. Raul nomás me pisaba los pasos, él no tenía que pensar en a dónde estábamos yendo, ni si íbamos por buen camino. Él nunca sintió el miedo de perderse. A él nadie le pisó sus pasos. Yo sí me preocupaba por esos detalles. Y acabé llevándonos a ambos hasta el ejército. Nos hicimos soldados, o al menos nos hicieron. Nos fuimos a Chiapas porque estaban reclutando para ir para allá, y casi no pedían nada para entrar. Solicitaban personal, porque en la selva “andaban sueltos unos indios revoltosos”. A mí me llamó mucho la atención la manera en como se dirigían a los indios. No es que yo vaya a salir ahora defensor de los aztecas, no soy ningún hocicón, pero me daba algo cuando usaban las voz para hablar de ellos. No hablaban de ellos como si fuéramos nosotros, o sea, hablaban de ellos como animales. Unos animales bravos que se habían soltado, que íbamos allá para volverlos a amarrar. A mí se me hizo fácil la idea de tener que llevarme a un indígena o dos. Uno lee acerca de la muerte todos los días en todas partes. Uno habla y oye hablar sobre la muerte La muerte es una cosa normal. La muerte es verdadera. Yo jamás lograría nada en contra de la muerte, y yo mismo soy la prueba de que la muerte existe. ¿Para qué hacer drama? La lluvia caía en espirales el primer día que estuvimos adentro del cuartel. Los cuarteles de Ciudad de México eran palacios a comparación de a donde íbamos. Había techo, habían paredes, el ruido de la lluvia se quedaba afuera, la lluvia no hacía hoyos en el techo para entrar. Nos agruparon y nos dijeron que íbamos a reforzar un batallón de Chiapas. Que íbamos a pelear contra Indios. Y nos dijeron que eran fáciles de matar, porque ellos no sabían matar, que sus armas eran palos y machetes, entonces que el peligro era poco comparado con la paga. Que diéramos las gracias “por la oportunidad”, dijeron. No íbamos por eso, pero no se lo dijimos. El dinero era una cosa que quedaba aparte cuando pensaba en mi papá. Él siempre nos trajo con hambre, desde chiquitos nos acostumbró a sentirla. El dinero en nuestra casa nunca fue importante, no era un asunto urgente. Yo pensaba en mi papá perdido, sediento, arrastrándose por toda Lacandona buscando de tomar, los jaguares buscándolo a él...Tampoco les dijimos a los del cuartel que buscábamos a nuestro apá. Se reían de los que decían cosas así. Los sargentos te humillaban si hablabas de tus sentimientos, o de tus experiencias de cuando estabas más chico. Te pasaban delante de todos y se reían de ti. Eso cuando bien te iba... una vez al De Lira lo humillaron, él siempre se tomaba mucho tiempo en la mañana para prepararse, sacudía y tendía su cama, planchaba su uniforme, y en lo que se tardaba más era boleando sus botas, hasta que parecieran nuevecitas, y una vez llegó tarde al pase de lista, porque estaba boleando sus botas, y cuando llegó y se acomodó como si nada entre las filas, el Sargento Cienfuegos levantó los ojos, estaba endiablado, le dijo al De Lira que a qué se debía la tardanza, y él le dijo que estaba lustrando sus botas, y el Sargento preguntó "si a poco era más importante estar arregladito que estar presente en el pase de lista"...el De Lira respondió sin que la voz le temblase: "Ambas son igual de relevantes, mi Sargento". Repito que la voz ni le tembló. Los demás estábamos que no nos la creíamos. El De Lira era diferente que la mayoría, era hijo de familia, estaba bien educado, tenía otras maneras de ser. Venía de Guadalajara, muy güero pero no presumía de eso, no era como muchos güeros que he conocido. Me acuerdo que siempre estaba leyendo, antes de dormir, aun cuando apagaban las luces, siempre lo mirabas con su lamparita y su librito abajo de la sabana, como un fantasma brilloso que murmuraba lo que iba leyendo. Él también había aplicado para ir a la UNAM, me dijo que quería estudiar "las letras nacionales", y todo lo que leía era de mexicanos. Había quedado, pero me dijo que en cuanto vio las noticias, después de año nuevo, cuando pasaron por la tele lo que pasaba en Chiapas, sintió que era su deber renunciar a sus convicciones, renunciar a sus deseos, y ponerse a las órdenes de su país. Y entonces va y le contesta eso al Sargento Cienfuegos. El Sargento se le quedó mirando por un rato, rojo del enojo. Y el de Lira le sostuvo los ojos. El Sargento nos puso en formación y nos encaminó a "La Guardería", un taller abandonado en la esquina de la base, en donde guardaban muebles viejos y armamento inútil. Todos estábamos confundidos, pero no nos atrevíamos a decirlo, ni a mirarnos si quiera entre nosotros. El Sargento gritó: De Lira, paso al frente. El De Lira lo hizo. Luego Cienfuegos dijo, ya más calmado: ¿Está a las órdenes de su país, De Lira? Su país le ordena que se baje los calzones. Entonces el De Lira ya dudó. ¿Sargento? Y Cienfuegos: ¿Está sordo, De Lira? No lo leí en su expediente. No quiera hacerse el sordo conmigo. Me oyó. El De Lira se bajó los pantalones. Le temblaba todo el cuerpo. Recuerdo, aunque no me da orgullo contarlo ni haberlo visto, que su chile se le encogió...no es que lo tuviera parado cuando se bajó los pantalones, estaba normal, en un tamaño normal, pero cuando vio cómo el sargento agarraba un fusil viejísimo, lleno de óxido, y se pegaba con la cacha en la palma, el chile se le fue arrugando hasta que casi no se veía. Ninguno dijimos nada. Al De Lira le quemaron todos sus libros en la explanada, mientras un cadete izaba la bandera, el Sargento Cienfuegos acomodó sus libros en una pilita, luego les regó gasolina y le dio un cerillo al De Lira. El De Lira no tembló al quemar todos sus libros. Pasó una semana. Ya enrolados y asignados en cuadrantes, se dirigió a nosotros otro sargento, o debiera decir la voz dura de un sargento. Me acuerdo que nos pusieron una bocina encima de la mesa del saloncito arrimado a la cocina del cuartel, en donde nos enseñaban "Fundamentos de la contrainsurgencia", dos escoltas en firmes custodiaban la voz del sargento. Y luego después de muchos saludos y palabras que yo creo que ninguno de los que estábamos ahí habíamos entendido porque todos nos miramos raro cuando las decía, finalmente nos contó dónde estaba la guerra. Una selva en el sur, una rivera allá en la esquina del país, una rivera sin murmullo…son las piedras en el fondo lo que murmura del río, el agua le saca ruido a las piedras, y aquel río tenía el fondo sin piedras, y sus orillas eran pura hierba.  Entonces el agua no se rozaba contra nada, y no se oía nada del agua. Según nos dijeron, los indios, un pelotón del ejército de ellos, se escondía por esa zona. Llegamos a Chiapas. San Cristobal era un desmadre absoluto y nadie allí nos quería, los civiles aventaban piedras a nuestros camiones. Nos adentramos en la selva. Comenzamos a buscar la zona donde estaba el río. Pero nosotros nomás no dábamos con el mentado río sin ruido.  Yo me iba corriendo, el Raul atrasito de mí, hasta donde se acababa el cerro, porque nos había llegado el murmullo de algo que a lo mejor y era agua. Subíamos las pendientes de los cerros, dábamos la vuelta al cielo...y lo encontrábamos vacío. Todo verde pa donde mirases, y de tanto ver el verde te mareabas. Pero de noche cambiaba de color. La luna allá de Chiapas es más gruesa y es soluble en agua, y como el agua estaba en todas partes, en forma de gotas flotando en la neblina, en la noche se miraba mejor. Y así, después de unos tres días de marcha, encontramos el lugar donde nos habían dicho que estaba la guerra. Yo al ir sintiendo como se siente cuando caminas de frente hacia un río y el agua te empieza a acariciar la cara con su brisa, me daba tiempo de ponerme a pensar, y pensaba en qué había estado haciendo la guerra mientras nos esperaba, si no se habría aburrido de esperarnos. ¿Y qué tal si encontramos a la guerra y ella no quiere matarnos? ¿La matamos, o en esos casos qué se hace? Yo le platicaba de estas cosas al De Lira, porque sabía que él no se podía awitar de platicar cosas así...pero después de lo que había pasado en la base se había puesto más serio, era serio con todo. Iba al frente del pelotón mientras marchábamos, atrasito de los capitanes, lideraba, y cuando le pregunté todo eso, me respondió sin voltearse para verme: la guerra no siente ni piensa nada. Me sentí pendejo por haberle preguntado. Pero no dejé de hacerme las preguntas. Y al cabo de, qué será...¿dos días? Me volví a acordar del maiosare, de mi papá. Estábamos desayunando afuera de la tienda de campaña, era huevo con tortilla y era menos que el día anterior, porque se nos estaban acabando las raciones, y entonces salió de su tienda un capitán, y nos volvió a poner a oír la bocina en donde estaba la voz del sargento, y nos dijo que nos íbamos a “atrincherar” aquí para emboscar al enemigo. Ninguno dijimos nada, pero todos nos miramos (creo que hasta los capitanes) con cara de valiendo...Cuando preguntó si había preguntas, yo carraspié y pregunté: Sí, mi sargento, este, yo lo que quisiera saber es... si entre esos enemigos que esperamos, si alguno de esos contrarios se llama masiosare, por casualidad… hubo un momento de silencio, y luego: Será pendejo, Gutiérrez, me dijo. ¿Para qué quiere saber el nombre del contrario? ¿Está usted emparentado con algún chiapaneco? Entonces no pregunte quién es al que se le dispara; pregunte a quién hay que disparar, y luego la bala y se acabó. ¿Me oyó, Gutiérrez? Se me hizo raro que supiera que yo era Gutiérrez, porque él no me podía ver, a lo mejor por mi voz… Nadie más hizo preguntas. Nos quedamos mudos cuando se apagó su voz. El silencio empezó a crecer dentro del campamento. Al principio traíamos radios de a pila y tarareábamos canciones, hacíamos planes de combate, nos contábamos historias, los exploradores hablaban de lo que habían mirado en sus paseos más allá del perímetro...uno hasta había hablado de que creía haber distinguido, a lo lejos, los lunares de un jaguar...pero hasta ellos, con los días, se callaron... todos nos fuimos callando. Todo el ruido que quedaba era la voz del De Lira. Aunque le hubieran quemado sus libros, él se acordaba de pedazos y los decía de repente en voz alta. Al principio lo regañaba Cienfuegos, pero al transcurrir de las semanas yo creo que hasta lo agradecía, porque sus pedazos de palabras nos salvaban del silencio entero. Esa vez parecía disco rayado repitiendo: Diré con una épica sordina...la patria es impecable y diamantina. La patria es impecable y diamantina. Yo no sabía qué significaba, pero me recordaba a la letra del himno, que tampoco sé que significa, aparte de que nos está pidiendo ir a la guerra. Un día el Guayno que agarra y le pregunta, ¿y qué chingados es eso de la patria impecable, De Lira? El De Lira, panchero, le dijo: Significa que México nos ama... Días antes de eso, cuando al último radio le quedaba pila todavía, había un cadete, el más joven de todos, que se había traído unos discos suyos. Los Caifanes estaban de moda, y él ponía su disco una y otra vez. Un día el Sargento Cienfuegos, que días antes había dicho que "le repugnaba esa música de marihuanos", salió hecho el diablo de su tienda y descargó su .22 sobre la radio. La canción terminó de repente con un crujido como de aluminio. Esperamos al lado del río, días. Noches de espera hubo también, cuando nos tocaba hacer la guardia. Un lunes que no había luna estábamos Raul y yo en nuestra tienda, al de Lira le tocaba dormir con nosotros, ya era la hora de acostarnos, él se acomodaba en su catre, dispuesto a dormir para olvidarse de otro día vacío, y yo lo tuve de frente, haciendo lo mismo que él estaba haciendo, lo vi desabrocharse las botas, siempre impecables porque seguía boleándolas en cuanto amanecía, lo vi tantearse los calcetines con la cara arrugada como en duda, se vio los dedos y estaban húmedos de algo...luego se bajó tantito el calcetín....vi la gruesa costra de garrapatones que se le habían pegado a la piel. Recuerdo cómo olía la sangre del De Lira, y también recuerdo cómo lloraba mientras le limpiaba la pierna con una pequeña lumbre de antorcha, uno de nuestros últimos recursos en cuestión de luz, pero no podíamos darnos el lujo de sufrir otra baja. Ya habían habido bajas. Bajas desde antes de venir, voluntarias, bajas ya sobre el terreno, involuntarias. Al Guayno, a ése se lo llevó una enfermedad, el mismo día que preguntó por "la patria impecable", porque nunca había estado tan adentro de la selva. Se puso amarillo, guacareaba sangre, y la tarde del día después lo enterramos a unos dos kilómetros del campamento. Algunos que lo conocían quisieron cremarlo, pero el capitán nos dijo que no había modo, porque aquello era como "pedir a los indios que viniesen a matarnos". Entonces lo enterramos, cerca de la orilla de un barranco, en un lugar en donde daba buena sombra un árbol muy anciano, que se echaba todo el sol encima casi todo el día, y había chuparrosas que jugaban a las traes con las libélulas. Amarramos dos ramitas con un pedazo de liana, en forma de cruz, y la clavamos arriba de donde estaba enterrado. La noche después estábamos al fuego, tomábamos el poco café que nos quedaba. Sabía rancio y viejo, pero te mantenía despierto. Cruz, el compañero al que tocaba la guardia esa noche, no alcanzó a tomar café. Lavábamos los uniformes en el río, y él venía de allí y cuando llegó ya no quedaba más. No era una tragedia dormirse en la guardia...si no te cachaban los altos mandos. Además, ¿guardia contra qué? Eran casi tres semanas acampando, y ni rastro de los indios alzados en armas. Cruz fue a pedirme una revista de TVyNovelas que yo me había traído escondida entre mis cosas, donde posaba Maribel Guardia, que ya desde entonces parecía muy madurita, posando con unos calzones con dibujo de leopardo, y abajo de su foto decía: EN LA INTIMIDAD....¡SOY UNA LEONA! ...PERO PUEDO CONVERTIRME EN GATITA. Le di la revista y salió muy contento, se apostó en los linderos del perímetro y los demás nos fuimos a dormir. Yo para entonces ya andaba con los problemas del sueño. Las ideas me daban vuelta en la cabeza y yo sentía que tenía que pararlas, hacer que dejasen de girar, pero no sabía cómo hacerlo, entonces me ponía a girar junto con las ideas, y no dormía. Me sacó de mi cabeza un grito. Era la voz del Cruz. Raul se despertó luego luego y los dos nos quedamos oyendo la noche...los gritos volvieron a sonar, ahora más apagados. Salimos sin vestirnos, ya había otros cuatro compañeros y un sargento que también se despertaron. Tocaron la alarma. Yo dije entre mí: son los indios, ya nos encontraron. Fuimos al lugar de donde habían venido los gritos, y encontramos a Cruz despedazado. No podía creer que eso era Cruz. Era un sangrerío, le faltaba el estómago y un cacho del cuello. Tenía el brazo tieso, y su mano, arrancada de su brazo, se aferraba a la revista que le di. Todos mirábamos eso que ahora era el Cruz, y entonces Raul alzó el brazo y señaló a la oscuridad: una sombra rápida y muy flaca se estaba metiendo en lo negro de la selva...un rayo de luna le cayó por un momento sobre el lomo, y vimos el patrón, los lunares. Era un jaguar. Había llegado hasta la tumba del Guayno, atraído por el aroma del cadáver, y luego debió de habernos olido también. Presas vivas pero desnutridas, asustadas de cualquier ruidito que hiciera la selva. Llegó hasta nosotros el Sargento Cienfuegos. Vio la escena por un buen rato, buscando no sé que, hasta que vio la revista en la mano de Cruz, y se ensañó con ella, y empezó a gritar ¡¿Quién le dio esto? ¿quién trajo esto? ¿a esto vinieron, chaqueteros hijos de la verga? Jaguares, indios que acechan, y ustedes en lugar de vigilar tienen los ojos puestos en esta puta! Di un paso al frente. Fui yo, mi Sargento...yo me traje esta revista entre mis cosas...y yo se la presté al De Lira. Escuché cómo Raul empezaba a respirar más recio. Sentí sus ojos que me estaban viendo atrás de mí. Bien, Gutiérrez... es bueno confesar las faltas. Eso me habla bien de usted. Ahora hablemos de su premio, su premio por ser franco conmigo: mañana sale usted de cacería, Gutiérrez...tráiganos jaguar para cenar. El sargento se guardó la revista en sus calzones. El Coronel hubo de intervenir para que fuera solo; Raul quería ir conmigo. No me había separado de Raul desde que pusimos pie en Chiapas. Quería ir conmigo, tenía miedo. Yo le dije quédate, wey, quédate aquí por si aparece mi papá, ¿no te acuerdas que pa eso nos hicimos wachos? Si yo me muero, tú todavía lo puedes encontrar. Esa misma noche, en cuanto regresé a mi tienda, me puse a limpiar mi fusil. Tendí mi bolsa de dormir sobre el suelo de la tienda y ahí fui poniendo las piezas. Aceitaba cuidadosamente cada una, el líquido lubricante desprendía un aroma agrio, fierroso...me quedé dormido con el arma desarmada. Cuando me desperté, las piezas del fusil estaban cubiertas de hormigas, atraídas por el aroma del aceite. Era temprano, todavía no salía el sol. Sacudí aquel hormiguero de mi arma lo mejor que pude, aunque algunas se quedaron muertas adentro del cargador, y en la cámara una que no pude sacar. Eran hormigas grandes y gordas, me acordaba de las chicatanas que vendían en Tlatelolco...y me dio por agarrar una y moderla, estaba crujiente y aceitosa. Tenía que irme antes que el sol saliera por completo. Sacudí por los hombros a Raul, le dije que ya me iba, le prometí que estaría de regreso. Sin despertar del todo, me acercó hacia él y me abrazó. Salí y el aire apestaba a sangre. Por la noche, Cienfuegos había puesto a cuatro compañeros a limpiar los restos del Cruz. Pero conservó la mano que agarraba la revista. Antes de irme, me alcanzó en los linderos del perímetro y me dio la mano, tiesa y fría, "para que la usara de carnada"... casi me vomito delante del sargento. Metí la mano en mi mochila y me adentré en la selva, por donde habíamos mirado que se fue el jaguar. Yo no tenía ni idea de cómo se rastreaba. Olía muchas cosas a la vez, pero más que nada olía a verde, a selva, a raíces, y a las flores en donde acababan las raíces...¿a qué huelen los jaguares? Yo pensaba: de seguro huelen a perro, como a pelo mojado, a costras de pelo tieso y sucio, a hocico y a sed... pero a lo mejor huelen a sangre. Se sentía el sol, a pesar de los árboles y de su sombra, el calor estaba ahí y yo lo sentía. El sol estaba en mi cansancio, y en el sudor que enjuagaba mi cara, y en los vapores que olían a flor podrida, y en las alucinaciones...en las cosas que empecé a mirar y a oír estaba el sol. Tuve miedo de alucinar hast el punto de ya no poder volver, a mi campamento y a mi mente de siempre, a la mente normal de siempre. Pero continué siguiendo el río, sabía que el río seguía siendo real y yo caminaba río arriba, porque de seguro el jaguar también iba a sentir calor, también apagaría su sed bebiendo de su agua. Me senté un momento junto al cauce, mirando a la orilla contraria. En esta parte estaba más ancho el caudal, se iba poniendo más gordo conforme subía, y me pareció que la otra orilla estaba más allá de mí...seguía sentado, el piso estaba lleno de hojas muertas y yo lo sentí tan cómodo, tan blando el suelo, que luego luego me dormí. Soñé que todo era negro para siempre. Cuando desperté estaba cayendo el sol, pero seguía alumbrando. Estaba al otro lado del río, de alguna manera había despertado en la orilla contraria. Tendría que caminar río abajo y cruzarlo de nuevo a la altura del campamento. Comencé a bajar, igual que sol. Tras unos 15 minutos de ir caminando, pensando en qué iba a decirle a Cienfuegos, escuché el rugido. Lastimero, lastimado, lleno de lástima por sí mismo. Del lado contrario del río, con la pata clavada a una trampa de acero, el jaguar lloraba. Se la habían puesto casi casi junto a la orilla del agua, el jaguar había venido para quitarse la sed y había quedado atrapado. Desde donde estaba no alcanzaba el agua con su cuello, lo estiraba y lo estiraba, intentó arrastrar la trampa para poder acercarse. Pero la trampa no se movía. El jaguar no alcanzaba el agua. Rugía no sé si de furia o tristeza. Lo miré desde la mira de mi rifle. Los lunares de su pelo eran tan bellos, que casi me contengo de dispararle. Pero le disparé, directo a la cabeza, para que ya no sufriera. El arma, mal armada o mal limpiada, no disparó. Jalé el gatillo una y otra vez, hasta que la bala, de alguna manera, se disparó adentro de la recámara y me explotó en las manos. El zumbido en las orejas fue más fuerte que el dolor. El jaguar también rugió más recio al escucharlo, le dolió haberlo escuchado. Me miré las manos llenas de sangre y las hundí en la corriente del río. La sangre seguía saliendo, el río se la seguía llevando...parecía como si se llevara mi mano, mi mando deshaciéndose en el agua. Las tuve allí metidas hasta que ya no salió tanta sangre. Luego junté un puño de piedras y apedrié al jaguar. La mayoría le dieron en el lomo, en la pata atrapada en la trampa. Le empezaron a salir lunares rojos a lo largo del pelaje, pero no moría. Agarré una piedra más grande, filosa, agarré aire, agarré viada, la arrojé. La cabeza le explotó crujiendo. Quedó con la lengua de fuera. Cuando regresara al campamento y me preguntara por el jaguar, ya sabía qué iba decirle al Sargento: lo encontré, pero ya lo había matado otro animal... Escuché el campamento antes que verlo. Uno de nuestros exploradores, el Manitas, se había topado con una caravana de migrantes guatemaltecos que cruzaban por la selva. Les robaron, entre otras cosas, varias cajas de alcohol de caña, y a cambio les perdonaron la vida. Todos se habían puesto hasta la madre. Bailaban sin gracia, se reían, le disparaban al cielo. El Sargento Cienfuegos y otros estaban sentados a los pies de una lumbrada grande. Cuando me miró se me acercó sonriendo. Gutiérrez, Gutiérrez, ¡quiero felicitarlo por su gusto refinado! Mire que Mabelita Guardia es el cuero de cueros...se sacó la revista de debajo de su saco militar, plagado de medallas, me enseñó la portada de TVyNovelas, señalando con el dedo los muslos en lencería de Maribel Guardia, ¿Ve esto, Gutiérrez? Esto de aquí es carne de primera...es un pedorro excelente, Gutiérrez..., y sus cochinadas eran apoyadas por los vítores y albures de los otros junto a la lumbrada. Yo lo dejé hipnotizado por la revista y me fui en busca de Raul, jamás había tomado alcohol y cuando entré en la tienda apestaba, era un tufo intenso que apenas me dejó dormir. Ya de noche Cienfuegos hizo sonar una corneta, con la misma cancioncilla que indicaba formación. Todos estaban borrachos, más que antes, me refiero, y acudieron al llamado aunque sin adoptar la posición de firmes ni formarse en filas...Cienfuegos elevó su voz como jamás la había escuchado...Cadetes, coroneles...todos ustedes bien podrían llegar a Generales, ¡cómo no! ¿por qué no? Este es un ejército de puros generales, todos estamos al mando, ¡nadie por debajo de ninguno! ¡Ja, ja, ja! Casi todos se rieron con él, y pues, como todos jalamos parejo, vamos a hacer una rifa, ¡vamos a rifarnos entre todos un pedacito de este pedorrote! Y alzó triunfal la portada de TVyNovelas, todos respondieron con rugidos, urgidos. Cienfuegos abrió la revista y desplegó un póster con la imagen de la portada pero ampliada, Maribel Guardia ofreciendo sus curvas, guiñándole un ojo al lector, incitándolo... ¡Esa vieja nació ya madura! gritó el Manitas. Cienfuegos comenzó a despedazar la imagen, miembro a miembro. A ver, a ver, a uno le toca la lechera izquierda, a otro la derecha...uy, un muslito, ¿quién va a querer? Pero el premio mayor, la lotería, mis generales, es este tremendo pedorrón...vean qué calidad, qué consistencia, la redondez de este pedorro es orgullo nacional...De Lira, ¡De Lira! ¡Déjate mirar, De Lira! ¡Ya no me guardes rencor! ¡Perdóname lo de tus libros, De Lira! Me pasé de culero, me pasé, pero sé que sabes, sabes cómo es esto del ejército, ¿no? ¡Un soldado debe de gritar, De Lira! Un soldado no se anda con poesías...pero mira, para que te conste que me siento arrepentido, te haré acreedor del pedorrón de Mabelita...oh, ¡oh, cabrones, no protesten! ¡Se lo ganó! Te ganaste las nalgas, De Lira. De Lira, esta es la poesía de a de veras, ¡a esto escríbele poemas! Esta es la belleza, De Lira, la delicia...no me negarás que es una cola exhuberante, De Lira...te confieso que eres mi general, De Lira, si ahorita mismo me ordenarás que me mate, yo me mataba de Lira, ¡me mataba por Mabelita Guardia! ¡Que ninguno haga guardia esta noche! ¡Hay que dormir desprotegidos! ¡Al cabo que los indios no vendrán! ¡Nos dejaron esperando, como novias en altar! ¡Nomás nos calentaron y se fueron, putos indios, puta indiada! ¡Indios alzados, se hubieran quedado en el suelo! ¿Qué vamos a hacer con las pistolas y las metralletas? ¿las armas pa qué las trajimos? ¡Las armas son para que alguien las dispare contra alguien! Todos gritaban, rugían. El De Lira, con su pierna cubierta por costras de venda, y yo, los únicos buenos y sanos, nos miramos con preocupación, pero no dijimos nada. El Manitas y otro cadete caminaron hacia los linderos del perímetro, alzaron sus cuernos de chivo, gritaron ¡HIJOS DE SU PUTA MADRE! y rafaguearon los árboles. Los demás los animaban y al cabo varios se unieron a ellos. Cienfuegos los miraba, poseído y como satisfecho de su obra. Los árboles, salvo una lechuza solitaria que salió volando a las primeras balas, permanecieron silenciosos. Yo nomás podía pensar: van a venir los indios, van a venir y no tendremos balas para recibirlos...estamos en su territorio y acabamos de decirles dónde estamos. El De Lira se fue a dormir después. La borrachera se fue apagando conforme iba asomándose el sol. Cuando me levanté y salí de la tienda, la mayoría estaban tirados en la hierba, casquillos de bala regados, botellas vacías de aguardiente, pedazos de una imagen de Maribel Guardia...y Cienfuegos, sentado sobre las cenizas de la lumbre, con su .22 en una mano y el pedazo de culo de Maribel Guardia en la otra. Los ojos rojos y pelones, mirando a la selva. Volteó a verme y me indicó que me acercara a él. Más cerca...hasta pegar mi oreja a sus labios... ¿de quién es la culpa, Gutiérrez, de los indios, por haberse levantado...o de nosotros, por quererlos tirar y no poder? Sentí la fría caricia del cañón sobre mi pecho. Me estaba apuntando con su .22. Tragué saliva antes de responder. ¿Quién los manda a andarse levantando? ¿y quién nos manda a quererlos tirar? Permaneció en silencio, ni siquiera respiraba...fue retirando el cañón, y una carcajada comenzó a salirle de lo más hondo del pecho, eres un cabrón, Gutiérrez, eres un cabrón...un rayo de luz le acarició la cara, los bigotes tiesos, había vomitado...y yo soy un cabrón, Gutiérrez, el más cabrón de todos aquí...pero ve, ¡VE! ¿Qué le importa al sol? Al sol ni le viene ni le va. El sol sigue saliendo siempre, Gutiérrez, el sol es puntual, el primero en levantarse, el que apaga la luz...Gutiérrez, me castigarán por esto, por todo este desmadre...los de arriba, los que están arriba de nosotros, los que están arriba de los de arriba...¡y los de más arriba, Gutiérrez! ¿Pero hay alguien que esté más arriba que el sol? Señaló con la pistola al sol, cerró los ojos. No parecía preocupado por nada de lo que decía. Gutiérrez, ¿crees en Dios? ¿sabes rezar? no serviría de nada, Gutiérrez, no haría ninguna diferencia...pero sabría que te preocupo, sabría que piensas en mí...Padre Nuestro, que estás en el cielo... Miraba directo al sol. Caminó hacia el pedazo de selva al que le habían disparado en la noche, en los linderos del perímetro. Luego empezó a ver su pistola, a acariciarla, a tocar cada una de sus partes, se puso el cañón adentro de la boca...y luego la arrojó a la selva, con asco. En su otra mano quedaba la imagen de Maribel Guardia...se sacó la verga y comenzó a jalársela, de pie, mirando aquel culo incompleto, llorando de placer.

Siguieron pasando los días. Y nada pasaba. 

Como batallón estábamos demasiados vulnerables, pero como soldados, cada uno como soldado, estaba desnudo. Pasó lo del jaguar, pasó lo de Cienfuegos, y otras cosas después de esa pasaron, y el mentado enemigo nomás no venía. Y cada tres días la voz del capitán era lo primero que escuchábamos después de los sueños. Después de los sueños, y antes de los pájaros si quiera…Y yo pensaba que su voz… que de seguro se le había trabado su voz o que de plano ya no sabía qué decirnos, porque las palabras que decía entre días se parecían cada vez más, o al menos yo ya no noté las diferencias. Nos decía quédensen, apunten, no tiemblen. Y nos quedamos y apuntamos y no temblamos, pero cada vez eran más los compañeros que se iban dando cuenta que quedarse, apuntar y no temblar no servía de nada. Los indios no venían. Nada cambiaba. Empezó a haber compañeros que temblaban. Lo más raro era lo de tener que apuntar. ¿Apuntarle a qué? Nosotros, por puro poner la mira en cualquier parte, la pusimos en las copas de los árboles. Pensábamos que los indios, como vivían aquí, seguro vendrían por donde nosotros no sabemos movernos, pisando entre ramas y hojas sin caerse y muy callados. Pero en la parte verde de los árboles enormes se movían las hojas, y columpiaba la fruta, y anidaban unos pájaros de un solo color, y ya. Nada de indio encima de nosotros. Muchos respiramos aliviados al saber que los indios no caerían del cielo, pero nos duró poco el suspiro, porque empezamos luego luego a tenerle miedo al agua. No sabíamos desde dónde bajaba el río, no sabíamos hasta dónde iba a bajar, o si en alguna parte era nomás un charco o se trensaba con alguna otra ribera…esas cosas no las conoce uno nomás de quedarse mirando el agua. Lo que uno mira cuando hace eso son las cosas que se están moviendo abajo del agua. Distingues sombras por debajo del torrente, como una sombra naciendo enfrente de tus ojos y te da miedo pensar lo que vaya a dar a luz esa sombra. Cuando piensas cosas así, es normal que acabes acabándote el cargador disparando a lo que según tú ves y hay abajo del agua, en el agua donde no se puede ver, el agua no es clara pero te deja ver cómo se mueve eso hacia ti y tú, tal como te dijeron, una bala y se acabó. Era muy estúpido seguir escuchando el río después de haberle disparado, su voz no sabía que se había muerto y seguía hablando. Toda la noche hablaba. De madrugada era cuando hablaba más recio. Ponle tú que se ponía a gritarte al lado de tu oreja. Te gritaba órdenes que no alcanzabas a entender del todo...Mis sueños se mojaban por culpa de su voz y ya ni siquiera intentaba dormir. Me quedaba horas viendo el cielo brillando estrellado y pensando, ¿cuál de todos esos brillos va a llevarse el sol cuando se asome, cuál se va a llevar primero? Y empecé a hacer eso para no quedarme arriba. Yo elegía mi estrella y apostaba contra mí: si era esa la que la noche apagaba al irse, yo me jugaba una ruleta rusa, alzaba el cañón para elegir mi estrella y la nombraba y le decía cosas bonitas por si fuera a morirse. Pero mis estrellas crecían a diario amontonadas entre dos esquinas de cielo sucio, y yo me iba cansando de ponerles nombres a las otras y de acordarme de los nombres que ya había puesto. Empecé a anotar el nombre de mis estrellitas en un cuadernito que le robé al De Lira, quien seguía sin poder moverse por eso de su pierna...El caso es que acabé jugando la ruleta de una forma o de la otra, porque un día una de las estrellas se me perdió y yo estaba seguro que otra la andaba escondiendo atrás de su lumbre, que tenían escondida a la estrella, la habían secuestrado y les disparé a todas para comprobar si al morir salía mi estrellita de esconderse. Las estrellas notaron lo que estaba haciéndoles y se movían, en grandes batallones de plumas las veías volar como si fueran todos el mismo pájaro, pero al caer veías que no era cierto, que cada pájaro era diferente, que la muerte no los igualaba, no los volvía familia que tuvieran sus ojos cerrados. Los tenía en la mano y hasta llegaba a dudar de si eran pájaros. Después mi mano aparecía como una parte más del pájaro, una vez mi mano parecía el nido de un ruiseñor muerto, cerré los dedos para cobijarlo con su propia sangre porque estaba temblándome en las manos y parecía que le había dado frío…los pájaros se dormían adentro de mi mano y se me dormía la mano de dormir los pájaros. Esto les daba una rara dignidad a los pájaros muertos, cuántos no quisiéramos un entierro que fuera así, un entierro sin tierra, al aire libre…yo abría la mano y los pájaros caían al cielo, llegaban hasta lo más hondo del cielo porque se oía plop y se ondeaba el cielo al recibir al pájaro. Luego se hundían en el cielo. Eso que yo les hice era más digno que lo que se puso a hacer mi carnal. ¿Sabes lo que hizo mi carnal? Agarraba los pájaros y los anclaba al piso. No les ponía jaulas ni los amarraba a los alambres, él se enredaba una cuerda entre las manos, y el otro extremo de la cuerda acababa en la patita de algún pájaro pendejo que pensaba que lo andaban dejando libre, movían las alas con una sed que me hacía llorar y se dejaban caer en picada hacia el cielo…pero el cielo se congelaba a la mitad de la caída, el cielo quedaba suspendido bajo el pájaro y mi carnal pegaba de risas como si se hubiera vuelto una persona sin sus facultades. Pero era bueno escucharlo reír aunque fuera por eso. El pájaro lloraba y le quedaba la alegría de ver que sus lágrimas sí alcanzaban el cielo, y se dejaba arrastrar al suelo para que lo asesinara el suelo. Mi carnal se enrollaba la soga alrededor de la mano, como si hubiera salido a pescar y el sedal viniera vacío. Otro de los compañeros se había puesto a asar los pájaros de muchos colores (el humo no era de colores), otros pájaros que no tenían colores los usaban para practicar la puntería. Cienfuegos ya no hacía otra cosa que no fuera masturbarse. Yo defendía a las estrellas del sol...Y todo eso nomás de quedármele viendo al agua hasta que mis ojos estaban hundidos y ya los había arrastrado el río a donde él quería. Lo que nunca he podido olvidar es el ruido que hace un pájaro cuando lo matas: están ellos allá, hablándose entre ellos y de repente se les acaba el aire, así se escucha, como unas palabras que se quedaron sin aire y

—Ramiro, no me estés apuntando a la cara.

Raul, recién abiertos sus ojos y el sudor mojándole los labios. Hasta las palabras parecían mojadas.

—Perdón, Raul.

Raul, como todo lo demás, se fue con el río. Fue cuando me quedé sin nadie que me hiciera plática. Me hice plática a mí mismo una tarde en secreto, en mi tienda, pero me dio tanta vergüenza que me puse a llorar y después vomité y en mi vómito había plumas Llegó el día en que hasta la voz dura del general se fue. Era otra vez de mañana y no sabíamos qué día era. Yo sentía pesados los calcetines y fui a mi tienda a cambiármelos. Cuando me quité las botas, tenía el pie cubierto por una placa de garrapatas. Podía oler mi sangre, y el olor se parecía al de las balas, olor a metal. Intenté acordarme de la cara del De Lira, pero su rostro lo miré como si me mirara desde abajo del agua.

Un día, al fin, llegó un camión del ejército, uno de redilas con la caja vacía; estábamos todos irreconocibles. Yo mismo no podía leerme mi nombre bordado a la altura del pecho. Ni ningún otro podía. Alvarado, el flaco de Durango, ese estaba tiemble y tiemble, tirado al lado del río, hablándole…los altos mandos ni siquiera pasaron lista. Traían gafas oscuras, fumaban puros, nos miraron asqueados y negando con la cabeza. Agarraron parejo y pa arriba. Íbamos los vivos y los muertos. El camión traqueteaba entre desfiladeros de la sierra, y el chófer aceleraba, hasta en las curvas le pisaba más, como si nos vinieran siguiendo. Ninguno de mis compañeros dijo nada en todo el camino. Hablar siempre es como inútil, ¿no? Yo tampoco dije nada, yo venía platicando con Raul. Tras no sé cuántas horas de selva profunda, aparecimos en un claro alumbradísimo por un sol del que yo ya me había olvidado. Nos bajaron igual que nos habían subido y pisamos la hierba: estaba tierna, escurría, como si hace poquito hubiera estado todo abajo del río. Nadie nos dio instrucciones, ni equipo, ni nada. El chofer aceleró por donde había venido y se lo tragó la jungla, y nosotros quedamos vagando en aquel centro de claro. Por primera vez desde que éramos soldados, no había órdenes que acatar. Incluso en los peores momentos junto al río hubo una rutina, un protocolo, algo que frenó el cómo pudieron haber ido las cosas. Pero aquí estábamos sueltos. Miré el cuerpo de Raul allá arrumbado, donde lo arrojaron del camión, bocabajo, dormido y yo sabía que por más que le hablase, que sería como cuando íbamos a la escuela y me tocaba despertarlo, Raul, ya es hora, Raul...por más que le hablara, no se iba a levantar. Sonreí tranquilo, lo miré una última vez, le levanté la mano en despedida y me dije su nombre, no Raúl, no me susurré Raul, me dije en voz baja: hermano. Y cuando dije la palabra hermano la boca me supo a hueco. Tenía tanta hambre, no me había dado cuenta de mi hambre. Miré al Manitas que todavía traía municiones su fusil de asalto despintado, y luego voltié a ver el chango que nos llevaba viendo desde que llegamos al claro de la selva esa, nos escudriñaba como un metiche y de repente sentí tanto odio hacia él que le ordené al Manitas en voz baja: chíngate al Chango, para comer... y se lo señalé con la cara. Manitas se rio de mí como si lo que yo estuviera diciendo fuese una broma. Entonces me le acerqué y le quité a la fuerza el fusil. Cienfuegos nos miraba sin decir palabra. El De Lira, entre la vida y la muerte, murmuraba a la distancia, la patria es impacable y diamantina...y el culo de Mabel es cosa fina...El Patotas, desde el suelo, volvió a reír, esta vez más recio, mientras me miraba apuntar con el fusil al cuerpo de aquel chango, yo sentí un estremecimiento de placer cuando bajé los ojos más debajo de su cara y vi que su cría se columpiaba lentamente entre sus brazos, con la misma curiosidad entrometida de su madre. Dejé caer todo mi peso sobre la yema de mi dedo, sobre el gatillo y gemí de satisfacción al ver que la bala había atravesado milagrosamente el cuerpo de la cría y entrado lo suficiente en el de la madre como para herirla de muerte y ver sus dos cuerpos caer y poner la hierba de a su alrededor rojiza, y descubrir a los otros changos en la copa del árbol queriendo bajar por su muerta pero a la vez espantados por estar en presencia de un depredador que no sabían cuál era. El disparo espantó a los changos; los changos espantaron a los pájaros y de repente ensombrecía absolutamente el cielo, negreaba, no se veía, no lo podía ver el mundo, se me iba de los ojos, se me iba de las manos y los pies. Después ahí estaban los indios. No se me ocurre en qué momento pudieron llegar. No los vi llegar ni vernos matar los animales. Ellos también me miraban, a través de sus rifles me miraban. Nos miraban con sus rifles. Sentí cómo se iba abriendo una sonrisa en mi cara, porque tras tanto buscar y sufrir, tras tanto no saber en dónde estábamos y a dónde íbamos, habíamos encontrado al enemigo. Ahí estaba el indio. Pero luego la sonrisa se me fue torciendo. Me di cuenta que no eran Indios normales. No eran los Indios de siempre. Traían máscaras. Pasamontañas. Nunca había visto nada así, porque aunque los Indios no usaban esas máscaras, ellos, alrededor de la máscara, eran todo indio, eran cuerpo indio, eran forma de pararse india, eran voz india, cuando los oí lo que oía era indio. indio en uniforme militar. Vino a mí uno de ellos, el más flaco, el más escuincle de seguro, la voz del indio joven vino a mí con paciencia. Él no me trató como si fuera su enemigo. Incluso al caminar a mí, incluso al quitarme mi arma, fue amable, fue cortés. Me estaba arrestando, pero me respetaba. Lo entendí. La manera en la que puso su bota sobre mi cabeza y me la apretó contra el piso para que sorbiera el agua que pensaba era rocío pero era río, hasta en eso fue amable. No me agredió con violencia. Mientras él y otro flaco me cargaban los miré a los dos desde abajo, desde donde yo estaba siendo arrastrado y les dije con mi roja sonrisa: gracias. No me respondieron. No me dieron una sola palabra hasta llevarme a uno de sus centros militares, que ellos llamaban La Asamblea. Los indios militares me hicieron pensar en unas fotos que habíamos mirado allá en nuestro cuartel, antes de salir para esta selva en la que siento estar desde nacido, unas imágenes clavadas en el muro de unos disque terroristas, unos narcos con pasado militar, y un señor en traje militar señalando las imágenes diciendo: este, señores, el grupo delictivo que se hace llamar Los Zetas, este es su nuevo enemigo y el nuevo enemigo era parecido a este que enfrente de mí me sentenciaba, este indio bravo y flaco y joven que nomás no se quitaba su pasamontañas, que le columpiaba el cuerno de chivo sobre el torso plano. Bien que nos habían dicho: puras hachas y machetes ellos traen, puros palos y pedradas...y el que estaba delante de mí tenía un arma de fuego, y los que estaban a mi alrededor, todos armados. El indio hablaba con una voz que rellenaba el espacio de toda la asamblea, la asamblea hecha con ramas de árboles que defendía a la justicia del cruel sol en la alta montaña, la justicia de todos los jueces, porque ahí todos esos eran jueces, algo así me dijeron, que ellos juzgaban entre todos, que por eso no había estrado en la asamblea... y después, como si fueran un montón de psicópatas, unas mujeres caminaron hacia el centro de la corte, unas mujeres ancianas que carecían de máscara y que cargaban con un peso, un abultado peso que llevaban entre todas y luego dejaron caer frente a mí el cadáver del chango y su cría todavía sangrando. La evidencia flagrante de mi crimen. Ni pa dónde hacerme. Lo vi claramente por primera vez desde que entré en la selva. Adentro de mí había un asesino escondido, tan escondido que ni yo sabía de él. Yo le abrí la puerta, yo lo dejé salir. Los indios hablando todos a la vez no lograban convertirse en una sola voz coherente, murmuraban palabras diferentes, ¡asesinó a la Martina! Voceó una niña india llorando con máscara. Y es obvio que lo dijo en su lengua que no entiendo, es obvio que yo me imaginé que dijo eso, que eso me decía su cara incluso detrás de la máscara, leí su rostro, la silueta, el contorno, la sombra llorosa de su rostro. El rastro de su rostro estaba ahí. El negro de la tela fue más negro al ser mojado por las lágrimas. Todo se me fue poniendo negro. Entendí que todos pretendían asesinarme, que sólo me alejaba de estar muerto la voz de aquel que, precisamente, era el único que no hablaba. Un viejito me miraba severo y llamaba al silencio con la mano. Su palma en lo alto silenció a todos los indios. Parecían respetarlo porque era más viejo que todos. Culpable, dijo, crímenes contra natura. Sentencia: morir. Y eso sí lo dijo en mi lengua, pero yo no lo entendí. Me quedé pasmado como un cadáver erguido a la mitad de todas esas voces que pedían a gritos una vida, clamaban a viva voz por una sola vida de entre todas, decían mi nombre, las letras de mi nombre estaban en sus bocas, yo estaba dentro de ellos. Nunca me he vuelto a sentir tan querido. Pero para entonces ya era como si cuerpo y mi mente se hubieran dejado de hablar. Hacían lo que querían ya. Mi cuerpo quiso moverse, mi cuerpo quiso afuera y lo buscó con todo el cuerpo, Se apresuró hacia la luz que entraba por la salida de la corte. Sólo vi moverse a uno de los indios. De un paso al frente se puso detrás de mí. Traía una soga entre las manos y le dio vueltas en el aire, la hizo girar, describió sobre los cielos de la corte un círculo perfecto y luego el círculo voló hacia mí, se fue agrandando hacia mis ojos, sentí que me apretaba mi pescuezo, todo el aire estaba afuera de mi cuerpo y cayó, y fue arrastrado hacia el lugar en donde estaba antes de correr hacia la luz de la salida. Me lazó, como si fuera un animal. Me hizo sentir como animal. Miré el cadáver de la Martina junto a mí y me sentí como su hermano, su hijo, su esposo, y vi la luz que por poquito no alcancé, y vi el cielo escondiéndose atrás de la luz, y vi que estaba vacío, y supe que estaba vacío porque le maté sus pájaros. Los pájaros son hijos de los cielos. Miré las botas del indio que me había lazado: estaban impecables. Incluso cuando el indio se alzó la máscara y miré que tenía otra máscara debajo, la máscara del rostro de mi apa, seguí pensando lo mismo. Yo era su hijo, pero era un asesino de hijos. Y él era hijo de alguien, seguramente debía ser hijo de alguno, entonces yo era una amenaza para él. Las manos le temblaban y los ojos le escurrían. y entendí que no tendría los huevos para hacer justicia. Atrás del indio estaba mi papá. Y el indio era el masiosare. Nos lo dijeron, nos lo juraron. Cómo puede ser que el enemigo sea mi apa. Lo amé una última vez. Me levanté despacio, acaricié sus brazos que temblaban. Detuve su temblor con mi amor de hijo. Lo perdoné por habernos dejado. Le pedí perdón por ser su hijo. Me dio el perdón. Estaba en la asamblea y empecé a sentir el vértigo. Tomé su fusil, y entendí que yo era un pájaro también, porque cuando disparé caí hacia arriba. 

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