¡Viva el Ceviche de Ajolote!
Un día un amigo me platicó de un cómic de Superman en el cual nuestro héroe NO VENCE a su villano. El villano, sin embargo, tampoco vence al héroe. De hecho, en el final de ese cómic que me platicó mi compa, deja de haber esta dinámica de héroe-villano. Superman, en un acto sumamente caballero, le pregunta a su oponente, ¿qué ocurre cuando una fuerza imparable y un objeto inamovible chocan?, mientras le da la mano y él mismo responde: se perdonan. No sé si ese cómic sea verdad, si exista, mi compa tenía reservas nucleares de imaginación. Yo espero que sea verdad, aunque incluso si no lo es, es un ejemplo perfecto que me vino a la mente mientras leí, hoy, en el transporte público de regreso de las carreras de ratas, un capítulo de Los detectives salvajes, del buen Roberto Bolaño. Para los que no la hayan leído (o la hayan leído y olvidado), una sinopsis en corto: tres mamadores de Filosofía y Letras se embarcan en la búsqueda de una poeta perdida del méxico posrevolucionario, viajan desde el DF hasta Sonora, pero también llegan a estar en Francia, Londres, Austria, Angola y España. La novela es eso, y también una radiografía en tiempo y espacio de una literatura, es como una probadita de toda la literatura que hubo en las edades juveniles de Bolaño, un buffet de probetes. Y Bolaño te saca la literatura que había hasta abajo de las piedras, cabronas y cabrones de los que en tu vida has leído o escuchado, pero que cuando los buscas por tu cuenta y lees sus escritos te dices, verga, ¿cómo pudimos olvidar algo así? Bueno quizá la sinopsis la extendí un poquito, pero confío en que se entiende que es una de esas novelas vagabundas, que no se quedan en un solo personaje ni tiempo ni lugar. Cambia el registro todo el tiempo, de diario personal a carta a chisme referido por centésima ocasión. Es una novela que no se queda quieta y que quiere abarcarlo, sino todo, lo más que se pueda. Para que nos entendamos, Roberto Bolaño y sus infrarrealistas son la fuerza imparable. ¿Y el objeto inamovible? Nada menos que Octavio Paz, quiero decir la persona Octavio Paz y la figura Octavio Paz, lo que había detrás de él, lo que lo rodeaba y escudaba como una aureola angelical de querubines del FONCA. El capítulo que leía hoy, reitero, al regresar de las carreras de ratas (el jale), trataba sobre la fuerza imparable y el objeto inamovible perdonándose. Casi me pongo a llorar en el SITT. Ulises Lima, uno de los cofundadores del real visceralismo (trasunto ficticio del verdadero infrarrealismo) junto con Arturo Belano (trasuntos ambos de los verdaderos Mario Santiago Papasquiaro y Roberto Bolaño, respectivamente) se encuentra en un parque de cuarta del DF con el ya anciano Octavio Paz. Y la atmósfera previa al encuentro es tensa, Bolaño nos hace sufrir con preliminares insoportables hasta que llega la liberación de la tensión, el uno a uno de los adalides literarios mexicanos, el artificio máximo, la pulcritud lírica, el estado contra la literatura sucia, manchada de afuera, contra el sótano. Y lo que sucede en dicho encuentro mejor lo transcribo, para que puedan ustedes leerlo y seguirme. Ulises Lima junto a Octavio Paz, sentados lado a lado en un banquito, dialogando y vistos desde cerca por la empleada doméstica de Paz, Clara Cabeza, quien se pregunta:
"¿Cuánto rato conversaron? No mucho. Desde donde yo estaba se adivinaba, eso sí, que fue una conversación distendida, serena, tolerante. Después el poeta Ulises Lima se levantó, le estrechó la mano a Don Octavio y se marchó. Lo vi alejarse en dirección a una de las salidas del parque."
Los enemigos naturales se perdonan. NI siquiera sabemos qué se dicen, si se mientan la madre, si intercambian pareceres sobre Villaurrutia y los Contemporáneos, no sabemos, no oímos nada, y aun así intuimos el perdón. No sé si se entienda hasta qué punto los real visceralistas (los ficticios y los de a de veras) odiaban y acostumbraban joder a Paz. Llegaban borrachos a sus conferencias, malacopeaban en encuentros que él organizaba, le hacían boicot a sus obras, lo ridiculizaban en las suyas, en fin, que no eran precisamente su bola de grupees. Y en la escena citada arriba se encuentran. El líder, el teporocho real visceralista y el niño genio del PRI, y se miran a los ojos y se hablan, se escuchan, se respetan. Se dan la mano. Es una escena conmovedora por todo lo que creo que significa tanto para la propia novela como para el autor, e incluso para mí como lector de Bolaño, de Paz. Durante toda la novela prácticamente todos y todas se meten con Octavio Paz. Se le ve, desde lo lejos, como ese poeta niño príncipe caprichoso y corrupto, que ambicionaba y conseguía y pisoteaba a quien se le pusiera enfrente y al que Elena Garro, según ella misma, le molería el chilito a base de sentones que la madre de Paz sanaría sobándole el glande a su hijo mientras le recriminaba a Elena, como la escena de un buen "horror psicológico" de Ari Aster. Y Bolaño permanece, al menos a través de sus personajes, fiel a esa chisme literario hasta ese fragmento de arriba, en el que lo vemos, por primera vez, de cerca, viviendo su día a día, como si fuera un ser más de este planeta. A través de su asistente personal y doméstica, Clara Cabeza, quien lo acompaña y lo lleva cuando ocupa salir, vemos de cerca al único nobel mexicano, y cuando Bolaño podría haberse dado un home-run fulminando a Paz una última, una última íntima vez, ridiculizarlo más allá de lo aceptable, demonizarlo, demolerlo, Bolaño, en su lugar, le da a su rival la mano. Lo escribe como un viejito mamerto, sí, y ligeramente vanidoso, pero también amable, observador, una persona con la que se puede sostener una sana conversación, un ecuánime intercambio de pareceres sin llegar a los madrazos, a los insultos y los prejuicios. Un diálogo. Viejo, y es que es más, mucho mucho más!! al menos para mí es la maldita actitud de una persona que quiere escribir literatura, una persona que está entregada a la vida pero que no se deja, se niega, muy en el fondo, a dejarse llevar completamente, a entregar toda su voluntad y su fuerza al azar, se rehúsan en el fondo y de cuando en cuando se les nota que continúan siendo raza, que no han regalado toda su fuerza. Son la tradición y la vanguardia firmando una tregua, que dure lo que tenga que durar pero que ocurra, que se vea que existe la empatía y la hermandad humana en serio y el amor a la literatura entre los que parecen separados por enteros precipicios. Todos pertenecen al reino de la literatura, todos son sus vasallos. Y Bolaño no deja fuera a nadie. En la novela no falta nadie, hay desde escritoras suicidas veinteañeras olvidadas de la generación de los Eléctricos hasta el cisne de oro ibérico Luis de Góngora, hay desde Alcira Soust Scaffo comiendo papel de baño y volviéndose loca en los baños de Filos hasta Maples Arce viejo y achacosos poniéndose pedo con Mezcal Los Suicidas. Vamos es obvio que no "todos", pero sí "un chingo" están ahí, y Bolaño dibuja todo eso, el encuentro de todo eso, con un simple apretón de manos entre un tecato y un mamador, en un parque perdido del DF. Hacer eso, concederle una gracia a tu rival, mostrarle tu respeto, ofrecerlo tu mano sin segundas intenciones, esos son los actos de un caballero. Y ésa es la imagen que me queda, al terminar la novela, de Bolaño, de su grupo, de su mundo; un mundo de caballeros que nacieron lejos del castillo, lejos de la sombra del rey, sin espada ni armadura ni doncella ni escudero, pero caballeros, al fin y al cabo, de arriba para abajo caballeros, por dentro y por fuera caballeros, locos paladines cabalgando en un Impala rumbo al norte.
!Viva el el ceviche de ajolote!
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