Eva era una rompehogares
"El hombre libre es guerrero. ¿Con arreglo a qué se mide la libertad, tanto en los individuos como en los pueblos? Con arreglo a la resistencia que hay que superar, con arreglo al esfuerzo que cuesta mantenerse arriba. El más alto tipo de hombres libres se tendría que buscar allí donde constantemente se supere la más alta resistencia: a cinco pasos de la tiranía, justo al lado del umbral del peligro de la servidumbre"
D. H. Lawrence fue juzgado por obscenidad. Se censuraron y prohibieron sus novelas. Siento que cuando algo así le pasa a cualquier artista, es necesariamente algo bueno, un motivo de orgullo, aunque signifique su ruina. El arte, en cualquiera de sus formas, debe abrirse paso. No importa a través de qué o contra qué, lo único que importa es que haya lucha. La lucha fortalece y vigoriza al organismo: las obras de arte, como productos directos del organismo, se fortalecen con la lucha. Nietzsche, persona enfermiza y de físico frágil, creía que la libertad carecía de todo mérito si esta no era el resultado de una lucha pasional y cruenta, y que tal libertad no podía conseguirse, en el sentido de un objeto que, una vez en nuestras manos, poseemos para siempre, sino que sería, más bien, como un estado de ánimo, una actitud del espíritu ante el mundo que uno debe cultivar y mantener a través de esa misma lucha. Esa misma lucha es el espíritu. Allí reside su valor: en el vencer, en el vencer constantemente las debilidades y la enfermedad, vencer la tristeza y la tragedia de este mundo. No es una libertad pasiva ni romántica, sino activa, vivaracha, dispuesta a entrar al ruedo a defenderse y de hacerlo además con una sonrisa, con el "sí" en la boca. D. H. Lawrence, por haberle dicho que sí al cuerpo y al placer, a la libertad del cuerpo de sentir y defender su placer, fue juzgado, no sólo jurídica sino moral y socialmente. Era visto como un vulgar pornógrafo, y en ese sentido se le intentó desprestigiar como alguien que escribía panfletos sexuales sin sustancia, juguetes sexuales verbales. ¿Por qué es, entonces, que se toman precauciones contra estos juguetes, como si fueran, verdaderamente, armas?
D. H. Lawrence no fue el primero ni será el último. Ya habían pasado por la Corte Flaubert y su Madame Bobary, casi exactamente por los mismos cargos que el británico. Lev Tolstói, en Rusia, se ganó una imagen muy polémica una vez publicada su Anna Karénina. Estoy acotando los ejemplos a los casos de literatura que trata directamente sobre el tema del adulterio porque de eso quiero hablar en este artículo, pero aquí y allá en la historia y en las geografías abundan los casos de combate por la libertad del artista y de su arte. Ya he dicho en un artículo previo, sobre Dostoievski, que este es uno de los designios del artista: él vive con el mundo a cuestas, en contra, como un pequeño Atlas. Esto no constituye una condena para él, y aunque pueda tomarlo de manera trágica, en el fondo, en el rincón más íntimo y suyo, lo agradece, agradece esta oportunidad de resistir, agradece la oportunidad de este combate contra el mundo. Incluso en el caso del que podría parecer más privilegiado, el de Lev Tolstói, que era de ascendencia aristocrática, encontramos el germen de la hostilidad hacia lo establecido, porque aunque creció entre lujos, muy temprano fue a la guerra y se dio cuenta, se dio cuenta que el mundo sufría, que el egoísmo y la violencia avanzaban convertidos en instituciones, en el Estado mismo de las cosas. Cuando un artista se da cuenta de verdad, eso no tiene reversa y si mete reversa entonces no es artista. De inmediato se opera en él una transformación, empieza a ver con malos ojos sus propios privilegios, su condición de terrateniente, se siente incómodo y ligeramente avergonzado de ver a los demás desde lo alto . Este cambio de perspectiva se va convirtiendo en un cambio de vida. Si al principio la transformación solo se reflejaba en sus obras, con personajes que al igual que él eran acomodados pero que al mismo tiempo buscaban una manera de compatibilizar su autoridad y privilegio con la justicia hacia las masas, hacia el pueblo, en el final de su vida ya no aguanta más y huye de todo, de su casa, de su familia, de su posición y su riqueza. Muere en una estación de ferrocarriles, sentado en un banco, y la gente tardaría un buen en rato en darse cuenta que ese tierno viejecito que esperaba sentado su tren era el cadáver de uno de los más grandes escritores que daría Rusia al mundo. Se sabe que huyó porque cuando intentó entregar sus propiedades a los pobres, su familia se le puso en contra y trabajó para impedirlo, no siendo capaces de seguir a Lev en las alturas morales sobre las cuales él volaba, lejos de la humanidad. Actualmente, los pocos que tienen acceso a la literatura (una minoría politizada pero perteneciente a la clase obrera) juzga a Tolstói desde su trinchera, lo juzga moralmente y antepone el valor moral al artístico, olvidándose que la moral es nada más una manera de valoración como podrían serlo mil más, que en el mundo han habido miles de morales, y las grandes obras han sobrevivido a todas ellas, porque se encuentran, verdaderamente, más allá de la moral. Me aferro a Tolstói, aunque el texto tenga por centro a Lawrence, porque su Anna Karénina concentra mucho jugo en relación a lo que quiero decir sobre El Amante de Lady Chatterley; en Anna Karénina, novela que también explora la vida y la psicología de una mujer infiel, el autor se ha puesto del lado de ella, de la infiel, y esto implicaba, tanto en su contexto como en el nuestro, ponerse contra la moral. La mujer infiel es inmoral. El autor que eleva y defiende a la infiel es, entonces, inmoral, perverso, peligroso, porque mientras la sociedad mira de lejos a la adúltera, el autor se acerca para verle los detalles, para dialogar con ella, para conocerla. Tolstói, al acercarse y ver y conocer, concluye: esta es una mujer llena de vida, anegada de vitalidad que se derrama y que no puede contener. A Anna se le asignó, al ser más joven, un marido, un marido viejo y frío que jamás la entendió ni hizo por entenderla; mecánico, burócrata, cohibido en todo lo tocante a su mundo interior. Y Anna Karénina, al contrario, vive desde ahí, desde ahí todo lo experimenta; sus experiencias, sus relaciones con los otros y el mundo atraviesan necesariamente el filtro de su mundo; su interior define cómo se aproxima a su exterior. Es libre, y aunque al principio no lo es ni se da cuenta de que puede y quiere serlo, una vez se entera, sin engaños, que la libertad existe y es real, apenas duda en arrojarse a ella, a pesar y en contra de todo, su nombre, su matrimonio, su hijo y su propio estado ante el frívolo mundo de la alta sociedad peterburguesa. Anna Karénina mira a Vronski, se enamora y decide que lo dará todo por él, que se dará ella misma. Es significativo, además, que Tolstói escoja un personaje femenino para encarnar estas ganas de vida. El apasionamiento y la curiosidad femeninas llevan siendo, desde el génesis, satanizados. ¡Fue por Eva que nos desahuciaron del Edén! A lo largo de la novela, que es además de un tratado sobre las pasiones y las relaciones humanas una minuciosa descripción de la vida cotidiana (rural y citadina) de la provincia rusa, Tolstói supera el naturalismo al cual se le quiere reducir porque demuestra que es imposible, absolutamente idiota, creer que el escritor es un ojo limpio e inocente que puede limitarse a ver sin mirar. La descripción de los hábitos, modos de vida y caracteres de los lugares y los tiempos revela el espíritu de dichos lugares y de dichos tiempos; Tolstói describe, entonces, cómo la mujer, fuera de la clase que fuera, se encontraba amarrada a una red de expectativas y prejuicios ridículos, violentos e idealistas sobre el rol que ella debía ejercer. La idea misma de la imposición de roles queda ridiculizada a los ojos y la pluma de Tolstói, quien no parar de crear personajes que se niegan a ser "hijos de su tiempo". Anna, renegada ante la idea misma de mujer que manejaba por aquel entonces Rusia, responde con lo contrario al recato y la delicadeza, responde con fuego y con sangre: el fuego de su amor por Vronski, fuego que sólo su sangre pudo apaciguar.
El memero Walter Palacios me comentó una vez que Anna Karénina era un tratado en contra de la mujer, que era una novela conservadora. En ella, uno de los personajes declara que el deber de la mujer es no otro que servir a la familia. A pesar de que él no se refirió a ningún diálogo en particular, sino que concluyó tal juicio analizando la novela como conjunto, me parece rescatable el fragmento en el cual se concreta una forma de entender Anna Karénina que se asemeja a la de tal memero; este memero, además de no saber situar la declaración de un personaje como lo que es, un punto de vista entre decenas de otros más, sostenidos por el resto de los personajes (que no la declaración de las ideologías políticas, sin filtros, del autor), tampoco supo interpretar el sentido irónico de dichas palabras: el personaje que defiende tal manera de pensar, Dolli, alaba la existencia exclusivamente maternal de las mujeres al tiempo que se queja, inconscientemente, de su propio destino como madre y esposa, haciendo lista de las humillaciones y sacrificios de los que ha sido víctima a cambio de prácticamente nada por haber elegido ése estilo de vida, envidiando a Anna, su cuñada, en el fondo por haber aquella escogido la pasión, por haber escogido el amor. Si nos pasamos a Anna, estoy seguro que nuestro memero diría que su final marca sin margen de error lo que Tolstói pensaba de la emancipación y la sensualidad femenina: que la elección del amor y la libertad terminen en un suicidio, diría el memero, se debe a que Tolstói afirma que ése es o debiera ser el destino de todas las infieles, egoístas, desatentas para con su hogar y su marido...para este memero Palacios no es posible concebir que Tolstói esté encumbrando a Anna al darle semejante final, que la lleve hasta la cima del respeto y admiración de sí misma, por ser un ser que eligió la libertad a pesar de todo, hasta de ella misma. Tampoco se le ocurre que este final sea un reflejo de una condición social real, de aquel y de este tiempo: la mujer que se elige a sí misma elige también, aunque esto, obviamente, sin quererlo, el odio y el rechazo de la sociedad, un odio fácilmente transformable en suicidios y en feminicidios. Anna Karénina escogió amar, la sociedad escogió hacerla pedazos, o como se dice en la propia novela "hacerle el vacío". Ella, a modo de protesta, se suicida en una estación de ferrocarril, mismo lugar en el que, años antes, había conocido a Vronski, su amante, por primera vez. Si el divorcio no era posible, si tampoco era posible el amor, ¿entonces para qué vivir? Anna, "la infiel", fue fiel a sí misma, hasta la muerte. ¿Puede leerse el paralelismo con la vida del propio Tolstói, con el final de la vida de Tolstói? De una alma ardiente a otra. Nuestro memero, altamente intoxicado por el discurso político (que no por la práctica política), tampoco leyó Resurrección, última obra de Tolstói, y argumento demoledor contra la idea de que el autor haya apoyado en forma alguna la opresión sistémica de las mujeres. Por eso la política no entiende el arte sino como un recurso más a su disposición; si no le sirve a ella, a sus propósitos de política aburrida, entonces no sirve para nada, es una amenaza, un objetivo que neutralizar, esto es la política, tiene el alma de pescado, fría y babosa, huele mal (recuerdo aquí un artículo de la Revista Texto Crítico, en el que un teórico habla precisamente de este fenómeno curioso, el de que ningún político ha podido hacerse jamás con los artistas ni sus obras, a través del ejemplo de, precisamente, la relación entre Lenin y Tolstói). Claro que el arte y que el artista también tienen su política, pero es una política totalmente distinta, no es colectiva, no es imperativa en modo alguno, no es institucional ni autoritaria, se justifica a sí misma por sí misma, y no en razón de un "bien común" imaginario y a la larga inalcanzable, y en nombre del cual se han perpetrado todas las atrocidades; una política profundamente personal, ligada más a un estado de ánimo que a un Estado-nación, algo parecido a lo que predicaba Zarathustra, un señorío sobre el yo. El arte podrá ser peligroso, altanero, luchador...pero jamás será una atrocidad, ni pedirá atrocidades en su nombre. Eso no quita que al arte se le haya tratado como atrocidad, y que el arte pueda tratar de atrocidades. Está expuesto a ello, porque no se encuentra al amparo de la moral. Porque se atreve, con descaro, a no vivir en la moral. Anna Karénina no vive en la moral, la señora Bobary no vive en la moral...Lady Chatterley, Constance Reid, no se conforma con vivir fuera de ella, sino que la confronta directamente. Y vence. Por eso escribo sobre esta novela, porque en esta la protagonista, a diferencia de Anna y de Emma, no muere, no se mata, sino que vive. Su lucha culmina con un triunfo, en un texto en el que el triunfo del adulterio es el triunfo del amor. Si el de Karénina es un triunfo trágico, un triunfo a pesar de, el de Lady Chatterley es, como el Molly Bloom hacia el final de Ulises, un triunfo plácido, un gemido de gozo, un escandaloso SÍ a la vida.
Se fue el sol y llegó el frío. Los narcisos estaban en la sombra, silenciosamente lacios. Y lacios quedarían durante el resto del día y a lo largo de la noche fría. ¡Cuán fuertes eran en su fragilidad!
—El Amante de Lady Chatterley, pp. 113
Lo esencial se encuentra en esto último, Lady Chatterley triunfa porque es una mujer que, a pesar de atravesar el mismo vilipendio y proceso de juicio moral que Anna Karénina y Madame Bobary, resiste, se aferra. Para quienes no la hayan leído, en El Amante de Lady Chatterley la protagonista es esposa de Clifford Chatterley, hombre mezquino, intelectual y de negocios que, además, es parapléjico, y que dedica sus ratos de ocio a la literatura... Anda en silla de ruedas, que es empujada por su esposa a todas partes. Lawrence cifra en Clifford algo mucho más profundo que la simple impotencia física de un hombre incapaz de erectar su propia hombría: cifra la crítica al sistema político y científico que ha hecho posibles tales discapacidades. Cifra, obviamente, una crítica de esa moral. La silla de ruedas ha remplazado las piernas de Clifford de la misma manera que la Revolución industrial, cuya cuna fue la Gran Bretaña, remplazó el alma sensorial y emotiva de la humanidad por el cálculo helado y ajeno del racionalismo, un cálculo que, obviamente, afectó con su infección las artes. Clifford, inglés de pura cepa, se casa, tras volver de la guerra, con Constance Reid, una escocesa lozana y vibrante que, sin embargo, no duda en postrarse a la sombra del inválido cuando este se la lleva a vivir a Wragby Hall, en Midlands, corazón de una agonizante industria minera en el centro de Inglaterra, y todo a cambio de una tieza promesa de futuro y de dinero. El mentado amante en cuestión es Olliver Mellors, guardabosques de Clifford. Este amante, por contraposición a Clifford, es un hombre en quien lo natural se ha negado a morir: no es sólo la proximidad que tiene con la foresta, sino también su aspecto, su cabello más largo y rebelde, su cuerpo esbelto pero musculoso, de obrero mal alimentado pero al que el trabajo físico no le permite menguar, lo que lo define en términos contrarios al marido. Es, también obviamente, un hombre al que la verga le responde y a la cual incluso ha bautizado: su pene se llama Thomas Jones, mientras que la vulva de Lady Chatterley responde por Lady Jane. La imagen de Lady Chatterley empujando a cuestas la silla de Clifford, a quien su silla mecánica le ha fallado, es también reveladora de lo que es, en apariencia, una pura y simple anécdota puerca escrita en clave modernista. El sistema industrial que amenazaba con comerse Europa, y en el cual Lawrence vio la encarnación del mal, necesitaba obscenas cantidades de energía para avanzar en su conquista: la lumbre de las líbidos humanas, el gusto y el espíritu por la existencia, el placer y la felicidad, y la esperanza no como sedante sino como alicientes, como un estímulo nutritivo y orgánico para trabajar hacia el futuro, hacia lo grande, mirando con un ojo el hoy y con el otro el después. Lady Chatterley empuja a Clifford en su silla porque aunque Clifford sostenga en sus manos el poder, este poder es inútil allí nada más en sus manos, este poder necesita hacerse circular, y necesita de la fuerza, de las piernas de Lady Chatterley para moverse. Clifford es el dinero, las máquinas y la nobleza: Lady Chatterley es el sexo: el sexo es nada menos que la vida: no puede haber sexo sin cuerpo, no puede haber sexo sin piernas. El sexo es el pelo largo, y el bosque de pinos crecidos, y las matas de narcisos sin podar.
No quiero desentrañar cada detalle, por si he despertado en alguien el deseo por leerla, pero quiero rematar haciendo énfasis en lo del cuerpo. No solo Clifford padece de su cuerpo: a lo largo de la novela, que Lawrence sazona con observaciones minuciosas de la vida obrera, se pone de relieve la destrucción física y espiritual a que somete al cuerpo un sistema de trabajo como el que proponía la naciente Revolución industrial y el naciente capitalismo. Los cuerpos de los mineros son sucios, son feos, de hombros disparejos y de espaldas chuecas por vivir tan agachados en las minas. Sus vidas aparecen como igual de feas, entretenidos apenas por los chismes sobre los vecinos, chismes que son nada más un torneo de murmullos que quieren determinar quién de entre todos los miserables es más miserable que los otros. La respuesta que parece poner Lawrence encima de la mesa es una flor, recién arrancada y muy tierna, y la tierra que dio vida a esa flor, y el sol que le hizo el amor a la tierra y que la embarazó de flores. Así, presenta la vida moderna (y en consecuencia al moderno arte) como la consecuencia de una desviación de la vida humana con respecto de la vida natural. A mayor desapego de los ritmos forestales y astronómicos, mayor es la infelicidad de los que viven, menos es la vida viva que hay en ellos. El guardabosques, a pesar de haber experimentado la guerra y el miedo y la pobreza, puede resistir porque vive en el bosque, por cuida del bosque como el bosque cuida de él. Accede a meterse con la mujer de su patrón porque el bosque vive en él y el bosque no conoce propiedades, no sabe lo que es la propiedad, aunque sí sepa lo que es el amor: vida, vida espumosa y creciente, vida que hierve al sol plena y florida. Sentimiento de expansión y libertad en lucha. Esta vida, ¿qué valor tendría si no venciera nada? ¿si no fuera la respuesta radical a nada? Aquí volvemos al punto del principio, al por qué los escritores se ponen del lado de la infiel. Ya vimos que la infiel es algo más: vida que no puede amarrarse, que no puede encerrarse, vida que busca a la vida. La sociedad y la moral lo llaman adulterio, putería, egoísmo...esos insultos, al igual que la idea misma de la infidelidad, guardan algo más detrás. El miedo de los no vivos a los vivos. En la novela se caracteriza a Clifford como un niño en el cuerpo de un hombre, asustadizo, dependiente, pusilánime a los ojos de su esposa. El miedo fisiológico de Clifford, expresado en su incapacidad física y en su poderío económico, es lo que mata la plenitud de Constance Reid. Para Lawrence, la amenaza a la vida fisiológica (única vida posible y deseable) es la industrialización y el capital, tal como para Nietzsche lo era, en su contexto, la moral cristiana, tal como para Tolstói era la aristocracia rusa y sus ancianos ejes de valoración moral, o los avances tecnológicos en lo rural. Y aunque yo he señalado igualdades entre las tres plumas de estos tres autores, las señalo para remarcar el hecho de que con sus radicales y efectivas diferencias, de carácter, de contexto y de ideas, todos coincidieron en lo mismo, en decirle "sí", con sus obras y con sus vidas, a la vida. Los pongo juntos porque desde su distancia ellos se entienden y llegan a oírse: el arte pelea del lado de la vida.
(...) "—Prefiero el cuerpo. Creo que la vida del cuerpo es una realidad más grande que la vida de la mente, si el cuerpo está verdaderamente abierto a la vida. Pero hay mucha gente, como tu famosa máquina de hacer viento, que solo tiene la mente pegada a cadáveres físicos.
Clifford la miró atónito.
—Pero la vida del cuerpo—dijo—es la vida de los animales.
—Y la vida de los animales es mejor que la vida de los cadáveres profesionales. Pero no, no es verdad. El cuerpo humano está empezando ahora a llegar a la vida real. Con los griegos, el cuerpo tuvo un buen momento, estuvo vivo y llameante; luego, Platón y Aristóteles lo mataron, y Cristo lo remató. Pero ahora el cuerpo está volviendo realmente a la vida. Está levantándose de su tumba. Y la vida del cuerpo humano será una vida maravillosa, maravillosa, en un universo maravilloso.
El Amante de Lady Chatterley, pp. 294.
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