Club Portátil de Literatura
Los pasajeros se ponen el libro en las rodillas, sostienen con una mano el libro y con la otra su cuerpo que casi va colgado al barandal, con una mano el libro y con la otra mochila, al conductor no le interea tu mochila, ni tu libro ni los ojos con que lees, ni tus manos que sostienen lo que lees, no le interesa, no piensa, no existe tu cuerpo para él, entonces a ls pasajeros él tampoco nos importa, ni su enorme automotor a toda velocidad ni su prisa, ni nuestra prisa, con media mano en un libro, con la mitad de los ojos en la página y la otra en el pasillo, en la parada, en el espejo donde nadie alcanza a verse porque está hasta arriba, en el techo de este autobús, gente leyendo, intentando leer adentro de este autobús o incluso, con una mano y con un ojo, y a veces, ambas manos y ambos ojos sobre el libro, sin nada que sostenga al cuerpo de caer...todo autobús es un bélico y secreto club de lectura.
Leer en público no es un deporte muerto. Creo que las reacciones dominantes son: o qué mamador o qué interesante. Pero estas son opiniones emitidas por quienes precisamente no suelen leer durante el autobús. Claro que la pose y la apariencia existen y nadie se encuentra a salvo de ellas, pero la pose y la apariencia no se encuentran como causas detrás de cada acción humana. Hay gente que lee porque quiere leer. Y porque quiere leer es que lee en el autobús. Me he encontrado casi siempre ojos de mujeres escondidos en novelas, novelas de autoras surecoreanas y veces japonesas. Jamás me he topado con ninguna mujer leyendo algo Chino. En los hombres abundan más de dos tipos: autoayuda y datos duros, o estoicismo y ensayo científico. Jamás he entablado conversación con ninguna de las personas que he mirado leyendo en el transporte público. Jamás he usado un libro para ligar con nadie. Son leyendas urbanas que se mueren en cuanto ponen un pie en la ciudad. Si uno leyera libros en el transporte público con el propósito de amigarse de alguien o de plano coquetear, entonces nadie leería nada, o el club portátil de literatura dejaría de ser un secreto. Entonces, por amor a la costumbre y a los ritmos, nadie pronuncia las palabras mágicas: "¿de qué trata?" "¿te está gustando?" "¿quién lo escribió?". Nadie rompe el hechizo pronunciando estas palabras. El club de literatura secreta permanecerá, hecho bolita, adentro de las sombras de los rascacielos.
Defiendo la lectura en el transporte público. Taxi, calafia, autobús o metro (no hay metro en Tijuana porque Dios nos dio su odio, pero, por si vives en un lugar en donde sí haya metro...). La defiendo, sobre todo, desde una incómoda postura política. Este mundo, como el de Farenheit 451, no desea que leas, que seas una persona letrada, que sepas cosas. O más bien, este mundo quiere que sólo sepas CIERTAS cosas. Tampoco vengo aquí a hacerme el romático y decir que la poesía nos salvará ni esas mamadas. A decir verdad, han sido pocas las veces, a nivel histórico, en que la literatura ha tomado la palabra para hablar y que lo dice cambie algo en alguna parte. La literatura es más una reacción ante el mundo que una acción sobre él. No cambiarás tu vida leyendo sonetos, no saldrás del hoyo enorme que es tu vida recitando a Pizarnik. Esto se debe a que, de hecho, nadie escribe ni para salir, ni para entrar en el hoyo. Escribir es escribir. Leer es leer. Y hay que leer. ¿Por qué? Pues eso lo sabrá ya cada quién. No creo que exista respuesta inválida para por qué leer, pero sí cro que no existe una respuesta correcta. En el sentido de que no hay una sola razón para ponerse a restregar los ojos contra letras en papel o en pixel. Por ejemplo, mi motivo para leer día y noche es que, sencillamente, lo necesito. Si no leo, con el perdón de Nietzsche, mi alma se arruga y languidece sin hacer un ruido, sin gritar siquiera, como un depredador cuya presa se ha extinguido y de repente siente el abandono, una enorme tristeza y un enorme amor por aquello que antes sólamente destrozaba con sus dientes. Como se ve, no estoy lo que se dice bien de la cabeza, y quizá mi motivo para leer no sea el más bello de todos; pero eso no importa, porque leo, a fin de cuentas.
Pero dije que mi apología de la lectura interurbana era política sin decirles por qué. Nada más di el contexto de por qué iba a decir que es política. Ya voy. Mi defensa es política porque el mundo te quiere sin tiempo para leer, sin ganas para leer, sin espacio en tu cabeza para otras palabras que no sean "mañana, trabajo, salida, horario, jornada, puntualidad y tardanza, aguinaldo y quincena, cansancio, dormir, alarma, X horas de sueño". La conquista que el mundo laboral ha conseguido sobre los mundos privados es casi una pornografía, o un gore degradante del espíritu. No sé si podamos compararnos con aquellos sufrimientos campesinos de la europa medieval, congelados y famélicos en pleno diciembre sin lumbre para calentarse los huesos, esperando que una papa o miserable zanahoria asome tímida de entre las matas muertas, o a los indios esclavizados por las tribus rivales, o al de los esclavos negros con espaldas humectadas de sangre y sudor, no digo que podamos ni debamos compararnos con esos seres humanos que sufrieron torturas sin cuento. Claro que los sufrimientos así, sufrimientos absolutos y devastadores, siguen existiendo en nuestro mundo, en una escala a lo mejor más chica y en un espacio a lo mejor más escondido de los ojos de la historia. Pero sé que dejarte rebanar el alma, las ganas de vivir, el espíritu o como sea que nombres a tu núcleo primigenio, sé que eso también es una forma muy normalizada de sufrir. Es un sufrimiento más difícil de entender y de expresar, porque no se manifiesta, como dije, por medio de una herida física ni súbita, sino más como un lento cáncer del espíritu, una metástasis como un veneno color agua. Esta herida está hecho de vacío. El capital necesita entrar en tu cerebro, necesita hacer espacio porque él irá agrandándose mientras tú te achicas y corres de aquí para allá adentro de tu propia mente buscando un lugar en el que quepas porque el dinero te ha vencido, ya no eres más que tu trabajo ni menos que un trabajador. Eso le pasa a diario probablemente a cada persona que conoces. Pero yo me opongo, y porque me consta que existe el club portátil de literatura, sé que no soy nomás yo, sé que existe un grueso ejército de voluntarios, partisanos camuflados en plena ciudad para que esta no los devore, no por completo, no de una sola vez. Alzo con miedo mi escudo, tiemblo atrás de este papel, pero no dejo de leer. No sé si los demás lean en el transporte público por esta misma razón, o si entiendan que su postura lectora contribuye, secretamente, a la guerrilla de la guerra de clases. Leer no salva, ya dijimos, no es una fórmula mágica, no tiene los efectos prácticos.
Leer no te vuelve menos imbécil, pero sí puede hacerte consciente de que eres un imbécil, lo cual no es poca cosa. O puede que haya alguien que piense que es un imbécil, y que leyendo se de cuenta de que, en realidad, es un ser a toda madre. Pasa; puede pasar. Entonces, ahí sí, importa que leamos en el autobús porque el trayecto forma parte de la jornada laboral. Mientras miro con mis ojos muertos hacia el cielo vacío desplazándome a toda velocidad por Tijuana, también estoy trabajando. Mi horario laboral empieza desde que (en contra de mi voluntad) estoy despierto. Entonces, ¿qué mejor manera de hacerse wey que leyendo? Ir en el autobús es estar ya en el jale= leer en el jale es hacerse wey y robarle tiempo a la empresa. Yo no quiero esperar ninguna cómoda postura, no quiero esperar ni la lluvia ni el café, ni el día en que no tenga nada qué hacer, no quiero morirme esperando y no permitiré que me roben mi tiempo impunemente. Voy a robar mi tiempo de vuelta poniendo mi mente en cualquier libro, no importa que reparta los ojos entre la calle y el párrafo, ni las manos entre el libro y el barandal. Me vale verga si no tengo un silloncito de lectura, o una hora que sea para mí y para el libro. Yo, en mi fuero, en mi casi nulo poder como individuo, decido leer a cualquier hora, en cualquier parte, al lado de quien sea. Incluso mientras voy al trabajo, incluso subido a un autobús que escupe dióxido en cumulonimbos, incluso al lado de estos camaradas de guerra a quienes no volveré a ver. Todos a bordo de este buque de guerra bautizado Club Portátil de Literatura.
La pintura de la portada se llama El Camión, y la pintó Frida Kahlo
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