Outfit para trepar las nubes y ver los cerros pasar
I.
VELADUERME SE BUSCA
SE
BUSCA VELADOR PARA TRABAJO EN RANCHERÍA. ES EN RANCHO LA ESCONDIDA, HABIENDO
PASADO MÁS PARA AYÁ DEL CASIÁN, A DIEZ MINUTOS DEL KUMIAI, CERQUITA DEL OJO DE
AGUA. CON O SIN EXPERIENCIA, DE PREFERENCIA PISTOLEROS O AFICIONADOS A LAS
ARMAS. TRABAJO BIEN REMUNERADO, INTERESADOS SEPAN QUE ES QUEDARSE A VIVIR AQUÍ
LO QUE DURE SU CONTRATACIÓN. SE OFRECE UNA CASA DE ANPLIA HABITASIÓN Y RAITE A
LA CIUDAD PARA IR POR MANDADO O PARA VER SERES QUERIDOS. QUE NO LE SAQUE PA
PELEARSE CON COYOTES. GRACIAS.
La
hoja era sucia y la calle la había arrugado hasta casi no distinguir una letra
de la otra. Esta transcripción que les hago de una oferta de trabajo bien
podría estar mal transcrita, cosa a lo mejor de una sola letra, o de un
puñadito de oraciones completas. Una coma, acaso. Equis, se dejaba leer lo
suficiente como para saber que era la señal que ya me había cansado de esperar.
La sirena me despertó, venía dormido desde el principio de la ruta. Bajé de la
calafia con los deseos de siempre de matarme parándome en medio de Insurgentes
y dejando que los faros se me viniesen encima. Una unidad de tránsito había
parado al chófer, junto a la Macro le había marcado la parada. A decir verdad,
la Calafia venía bamboleándose de tanta gente que traía trepada. Había entre
tres y cuatro niños diferentes llorando, pero como yo no los veía desde mi
rincón, no puedo decirlo a las claras. De que voces lloraban, voces lloraban.
El chófer queriéndose poner al tú por tú con el agente, el agente agarrándolo
del cuello y diciéndole algo al oído, la gente bajándonos en medio de la noche
y el chófer diciéndonos adiós desde la parte trasera de una patrulla. La
patrulla no lleva la luz de la sirena, pero sí la voz. Y nosotros diciéndole
con gestos que se la había rifado, y una mujer echa volar un beso en el aire
para él, y atrás de su sangre en sus labios, el chófer sonríe. Le estaba
copiando yo la sonrisa cuando sentí que pisé como un piso diferente. Estaba
parado debajo de un semáforo en rojo y no sabía cómo hacerle para llegar a donde
debía llegar (mi cantón). No es que quisiera llegar, pero debía llegar, y a lo
mejor fuera por eso que acabara como velador en el Rancho La Escondida. En
cuanto di ese paso, vi el folleto color ayer, vi que había una foto grande en
medio de las palabras, una luna que encharcaba el cielo en su brillo, y
alumbraba los picachos de unos cerros, y a lo mejor el espejo de un estanque
estriado. Y decía lo de al principio, en una letra temblona, como si las letras
se estuviesen riendo de lo que ellas mismas decían. Yo no quería ni aparecerme
por mi casa, entonces se me ocurrió que podía jugarla de veladuerme.
Metí
el papel en la mochila, puse los ojos en el Cerro Colorado, encaminé los pies
hacia cualquier lugar. Bostecé.
II.
QUE EL SEÑOR BENDIGA ESTE HOGAR
decía
el sticker estampado en la ventana. Era tan viejo que las letras casi no se
veían, y había que entornar los ojos para ver.
Era
madrugada y había nubes. El mundo estaba negro y los ojos enormes del pickup se
abrieron luminosos en el patio. Era el carro de mi abuelo. Él me iba a dar
raite hasta el rancho, y prestarme material para el trabajo. Yo terminaba de
cargar la herramienta en el pickup, nomás me faltaba una cosa. Me dirigí hacia
el cuarto donde mi abuelo dormía, fui a la gran caja negra de herramientas. Al
intentar levantarla se me zafó de la mano porque estaba abierta y al
arrodillarme a recoger las cosas, en medio de todo, como si nada, había un
revólver. Lo metí a la caja como si fuera otra herramienta y cargué la caja en
el pickup. El patio, la casa y la calle volvían a llenarse de negro a medida
que nos íbamos.
III.
1.420. F.M
Pero
la radio había quedado muda desde hacía varias bajadas. Hace rato eran los
Cadetes de Linares. Pero la voz se les perdió en cuanto se nos perdió la
carretera de los ojos. Íbamos peinando una terracería piedrosa y nublada por el
polvo que levantábamos nosotros con la troca. Mi abuelo le daba madrazos a la
radio, y esta nomás tosía con más ganas. A mi derecha iba el Rasputio, el otro
morro que igual que yo se había topado con uno de los anuncios tirado en la
calle. Daba la casualidad que el morro vivía allí mismo en la colonia, en
nuestra calle, y que conocía a mi abuelo desde hacía buen rato. Tenía más años
que yo y estaba más chaparro, pero lo compensaba con una complexión mucho más
recia que la mía. A través de la tela de mi camisa sentía su brazo moverse bajo
la suya, sentía la suave tensión de sus músculo mientras forjaba un gallo encima
del tablero. La mota iba de aquí para allá mientras él, con un pedazo de
aluminio y unas pinzas improvisaba una pequeña pipa, parecida a esos sombreros
de lámina que usaban los pendejos paranoides. Una de las llantas topó con un
piedrón y el pick-up dio de brincos, desperdigando la mota del Rasputio por la
alfombra.
—La
trae contra nosotros el terreno, ¿no?
Afuera
de la ventana derecha se miraban unos pájaros con prisa. No conocía el nombre
de ellos, pero me encandiló el cómo volaban. Era más o menos así: el
pájaro se aparecía, de muy alto entre las nubes, como si cayera en picada y
buscara matarse. Pero en el último pedazo de aire entre el suelo y el cielo, se
acordaba de batir las alas. Abanicaba las plumas, volvía a treparse allá a los
cielos, para de nuevo dejarse caer. A mi izquierda, detrasito de las gafas
Ray-Ban de mi abuelo, en cuyos cristales el camino se agrandaba, la laguna que
aparecía en el anuncio de este trabajo. Era grande, era azul, era honda. Lo
último se conoce por haber allí unos garañones, cruzando entre dos orillas. Y
uno de los caballos de los que iban por en medio, un potrillo color noche sin
estrellas, empezó a hundirse despacio. No se me olvidan sus ojos, miraba para
el cielo, al cielo vacío. Los caballos detrás y delante suyo relinchaban como
si fueran ellos quienes se estuvieran sumergiendo, pero no dejaban de avanzar.
Los de adelante no miraban para atrás (los caballos no pueden volver la vista
hacia atrás), los de atrás lo rodeaban como si fuese una piedra a la mitad del agua.
Miré para arriba por olvidarme de aquello, pues de nuestro lado el cielo no
estaba vacío: unas nubes afelpadas volaban, lentas en su ir y venir. Si uno las
miraba fijo, daban la impresión de no moverse, de no irse. Adentro de la radio
pura estática. El Rasputio alzó triunfal su gallo de aluminio y le dimos lumbre
entre los dos.
IV. RANCHO
LA ESCONDIDA PASE UZTED. FAVOR DE PONER EL CANDADO AL ENTRAR.
Así
te bienvenía el letrero de la entrada. Era un letrero que a pesar de mal
escrito, estaba tallado bellamente sobre madera yo creo fina. Tallado con
dulzura de manera que las letras se formasen con la sombra. Y había un cuervo
parado encima de la última O, que nos miraba. El Rasputio, hasta arriba de
cannabis, desalojó el pickup a través de la ventana con un brinco. Se brincó el
cercado para abrirle al portón por el otro lado y nos abrió. La verdad era que yo
andaba buscando en dónde poner mi tanto insomnio. En el cantón ya no cabía,
mucho menos en mi cuarto, mucho menos en mi cama. Una noche me manchaba abajo
de los ojos, y hasta parpadear era sufrir porque cerrar los ojos era acordarme
que había noche adentro mío, y adentro de la noche sueño, pero que yo no iba a
estar ni en el sueño ni en la noche. Mi jaina había quebrado el frágil hilo
entre los dos. Fácil, como el hilo suelto de una blusa. Estaba en todo su
derecho, en el corazón no manda uno, ni los otros mandan ahí. Quién sabe quién
mande allá en el corazón. No es que me bajoneara tanto, simplemente no quería
dormir, me daba miedo que al despertar ella hubiera sido otro sueño. Entonces
por eso no dormía, y hasta llegué a sacar la cama de mi cuarto para no
encontrar acomodo más que en el piso, bocarriba, contando telarañas. Ojalá me
hubiera bajoneado, es un privilegio poder hacerlo. Quedarte en tu casa todo el
perro día sin salir a jalar, mirar y oír cosas que salen de pantallas, comer y
cagar comida que sale de empaques. Hay que chingarle, así es la vida.
Quién la hizo así, sepa. Si se supiera, a ese wey ya se lo habría vergueado dos, tres veces. Pero así tocó el vergazo. Debía desencariñarme de la
noche, por eso me metí de velador. La noche iba a serme contraria. Yo y mi vela
y mi escopeta corredera contra el cielo enjambrado de lumbres quietecitas. Yo y
mis lumbres contra las lumbres de la noche. Que se vea.
V. Lo malo
es que no habemos señal, joven, le quedamos retirados a las redes.
Eso
me decía El Doctor, entre calada y calada de Laredo, mientras me enseñaba su
rancho y sus alrededores. El aroma me emputaba. No porque no fumara, sino
porque no de los Laredo. Pero él era de Sahuaro, un pueblecito de allá de sepa
vergas dónde, y que allá eran “puros desos”. A lo mejor allá significaba
Laredo, por aquel Laredo, no lo sé. Quizá el pueblecito Laredo ni siquiera
exista, o solo exista como nombre de una marca de cigarros. La verdad es que
sus palabras tampoco parecían de aquí. Tampoco por el acento, no. Había unos
segundos de silencio entre que movía los labios y me alcanzaba su voz. Apenas
alcanzaba a oírlo. Yo traía los oídos en los ojos, oyendo un cerro colorido.
Era color tierra por la base, luego tiraba a verde hierba, y hasta arriba regresaba
la tierra, y luego cielo con hierba, más arriba tierra y hierba, y todos los
colores asándose al sol amarillo. Una cosa rara: aquel sol me llegaba en
anillos, luz brotando en ondas desde arriba, y no en filos flacos que picaban
al entrarte por la piel. Le di mi mano a la mano del patrón, me la apachurró
hasta que pensé que iba a quedarme sin mano. Empujó el humo del Laredo afuera
de su boca, la cara se le nubló hasta que no la veía, y por pedacito de segundo
imaginé que le daba la mano a un ánima.
VI. COCINA
El
lugar para comer y hacer de comer estaba señalado con el mismo estilo que el
letrero principal del rancho. Una delgada placa de madera, escrita en suaves
talladuras de cincel. Bajo su obra, la artista. Nos daba la espalda y se movía
vivamente, preparando huevos con jamón. El Rasputio leía un periódico de la
semana pasada entre sorbo y sorbo de leche bronca. Le quedaba una pequeña
espuma cremosa encima de los labios. Yo intentaba leer sin ganas El llano en
llamas. La señora Olvido Moreno se dio la vuelta para preguntarnos algo, pero
le interrumpió antes de empezar su propia risa.
—¿Ya te crecieron
bigotes, muchacho?—le preguntó al Rasputio entre risitas.
—Ya
tocaba, ¿no?—dijo el Rasputio, limpiándose la espuma con la lengua, mirándola
fijo a los ojos.
Olvido
le respondió con otra gran carcajada. Ya volteando a ver los huevos otra vez,
volvió a sumirse en su coreografía del desayuno. Por la puente de repente entró
el caballerango. Un hombre alto, pelón y flaco, que no importaba qué estuviera
haciendo estaba sudando siempre. Se detuvo por un pequeño instante en medio de
la sala para mirarnos a todos los ojos uno a uno y volvió a caminar hacia
Olvido.
—Buenos
días, buenos días, chavalones.
—Buenos
días, caballero—respondió el Rasputio sin voltear a verlo.
El
caballerango le dio como una bolsita a Olvido sin acercársele mucho y salió,
azotando la puerta. Como la casa era chiquita y de madera todo en ella tembló.
Se derramó poquita de la leche bronca que se había servido el Rasputio. Olvido
se apresuró hacia él con un trapo y una jarra de barro, limpió las pocas gotas
blancas de la mesa y sirvió la leche en el vaso otra vez. La tuve tan cerca de
mi cara que supe que olía a aserrín y gasolina. Afuera se escuchó el rugido de
un motor alejándose.
VII.
COSAS PARA HACER DE DÍA
Mi
verdadero interés por el Rasputio como personaje nació cuando le vi los brazos
mientras trabajaba. Levantaba en cada brazo dos polines desde el almacén hasta
los establos donde estábamos instalando una nueva caballeriza, para un nuevo
semental que iba a llegar. El sudor que
tenía en gotas se asemejaba a perlitas transparentes y el resto de la piel
estaba rociada de rocío. Las venas resplandecían gruesas al sol mientras los
músculos jugaban a las sombras. Adentro de su piel se delineaba el movimiento
de su fuerza. Varias veces clavé mal los tornillos por estarlo viendo a él y no
a los tornillos.
El
día siguiente trabajábamos en un gallinero. Una de las láminas estaba fisurada
y se metían la humedad y el aire y las gallinas estaban muriendo. Habíamos
acabado de encajar los triplays en el techo, y ahora era cuestión nomás de
aplicar el sellador entre las tablas. La cubeta de la mejambrea estaba sellada
y no hallábamos cómo abrirla.
—Vete
por el cincelito de la caja negra, ¿no?—me dijo.
Yo
entré al cuartito al lado del gallinero, donde teníamos todo el equipo. Abrí la
tapa y ahí seguía el revólver. Agarré el cincel y se lo llevé al Rasputio,
mientras le preguntaba.
—¿Ya
miraste el fierro de la caja, we?
Asintió
tranquilo mientras abría la cubeta apalancando el cincel.
—Era
de mi amá. Yo llegué un día a la casa y lo traía metido en el hocico. Estaba jugándose
una rusa la culera. Se la quité y se la llevé a tu abuelo.
Hundió
ambas manos en la roja mejambrea y empezó a untarla encima de las tablas. Toda esa joranada parecía que la trabajó con guantes puestos y de forma desigual.
Con
los días se me fue metiendo en la cabeza la idea de la imagen de él sin ropa.
Si aquello que enseñaba así era, ¿qué podíamos esperar de lo que no? Su
musculatura era gratuita, pues el morro no practicaba nada de deporte, no hacía
ejercicio, fumaba foco y mota y pasaba semanas sin dormir. Y aun así su
anatomía arremedaba a la de estatuas griegas. Pero luego se me ocurrió que ni
siquiera esa era la verdadera desnudez. Estar encuerado debería ser estar sin
ni siquiera el cuero, la piel abierta y florida para los músculos en flor.
Un
día estábamos subidos a una lámina. El sol se dejaba caer pesado sobre el
aluminio y multiplicaba sus rayos por mil. Apenas podíamos vernos a nosotros
mismos y entre nosotros vernos. Cuatro pisos abajo, allá en el suelo, el patrón
nos gritaba unas órdenes que nos llegaban hechas puro ruido. Los ruidos se iban
oyendo cada vez más emputados a medida que avanzábamos en el trabajo. Cada paso
que dábamos contaba porque estaba el peso de los dos contra el de unos pocos
pedazos de aluminio suspendidos entre dos polines. Cada paso dado resonaba y
era largo el eco, y volvía hacia nosotros cuando parecía que se alejaba. Una
extensión que habíamos jalado desde el piso parecía atar la plataforma en que
él y yo flotábamos a la tierra firme. El Rasputio arrimaba el filo del báfer a
las orillas de una lámina torcida. Eso fuimos haciendo hasta que el filo se
acabó y hubo que cambiar de disco. Abrí la gran caja negra de herramientas (por
alguna razón, el revólver ya no estaba ahí) y saqué el estuche de los discos,
tomé uno plano, de los de corte y se lo llevé casi arrastrándome devuelta a él
porque sentía la lámina moverse abajo mío.
—Desconéctalo,
¿no Gallo?
Me
entró un escalofrío cuando lo oí llamarme así. Avancé a tientas a la orilla y
me puse pechotierra sobre el borde de la lámina. Alcancé fácilmente el contacto
de la extensión que colgaba suspendido sobre el aire y jalé el cable del báfer.
—¡Llanto!—grité.
—Vientos—respondió
Me
quedé en suspenso, con una mano en el cable del báfer y la otra en la
extensión, con el corazón a no sé cuánto. Tenía las manos llenas de viento y ni
siquiera lo sentía, porque no sentía las manos. Allá atrás, el sonido del báfer
encendiéndose, un grito de repente, sangre que gotea hasta donde estoy y cae la
extensión de mi mano porque quiero voltear a ver. Y veo su brazo fileteado. Y
entre mis ojos y todo lo rojo, un húmedo y suave bicep rosa.
VIII.
COSAS PARA HACER DE NOCHE
Resultó
que el báfer, además de con corriente, funcionaba también con pila. Y alguien
le había puesto pilas, cuando según no tenía. No se encontró a quién culpar por
aquel accidente de trabajo. El Rasputio contrajo una infección, permaneció en
reposo una semana, y el caballerango bajó un día a la ciudad para recoger al
chalán que lo remplazaría mientras tanto. Doña Olvido, por su parte, ponía
numerosos empeños en asegurarse de que al Rasputio no se le pasara la hora de
sus medicinas, la hora de sus comidas y, sobre todo, la hora de sus baños.
Sobra decir que la higiene que el Rasputio se tenía a sí mismo creció
exponencialmente en cuanto cayó en reposo. Se bañaba, o mejor dicho, lo bañaban
a diario, siempre antes de que anocheciera. Antes de la hora de dormir. El
caballerango se tardaría dos días más en regresar, y aquella tarde Olvido y
Rasputio reían ruidosamente desde el baño. Yo los oía reír desde la sala de la
casa, forjando un gallo en la mesita del centro. Tras una hora la señora olvido
salió hacia el establo y regreso con una tira de pastillas muy azules. La vi de
reojo dirigirse a la cocina, tomar un cuchillo del trastero y rebanar por la
mitad una de aquellas píldoras. Entró a la habitación del convaleciente
Rasputio y atrancó la puerta. Toda la noche la pasé sintiendo el temblor de las
tablas. Rasputio gruñía y Olvido lloraba de emoción, luego la voz de los 2 se
hacía una sola, una tercera voz más penetrante, como de animal rasguñado y
hambreado.
IX. 4:20
AM
Por la
mañana acompañé al caballerango a dar la vuelta. Me había levantado más
temprano porque no había podido dormir a causa del animal hambriento y herido y
del temblor a través de las tablas, y lo miré ensillando dos caballos color
plata frente a los establos.
—Y ora
qué, ¿amaneció madrugador?
—No se duerme
bien aquí, José. Los animales hacen harto ruido. ¿No dormirán los animales?
—Y no le
ha tocado aquí cuando está frío, cuando ya se acaba el año y empieza a hacerse
noche desde tempranito. Pero a usted no le ha tocado estar aquí cuando eso
pasa.
—Ni espero
estarlo, la neta.
—¿Y si me
acompaña por lo mientras a checar los animales? No le tendrá susto a los
caballos, ¿eda?
—Nada más
a los coyotes, José. Nada más los que no dejan dormir.
—Pues
véngase y chance masacramos uno.
El
verbo masacre sonaba raro en su hablar, pero parecía que estaba acostumbrado a
decirlo. Antes de salir, pasamos al lado del nuevo semental para el que
estábamos construyendo la caballeriza. Era una sombra enorme y negra que nos
daba la espalda, bufando de cuando en cuando.
—Este
garañón trae la pura fortuna. Ha sido campeón en casi todos los estados. Nada
más le falta Baja California.
José
bajó de su montura y se aproximó al purasangre, al que le hablaba de una manera
casi religiosa. No como si le estuviera ordenando a un animal que hiciera algo,
sino como si le rezara un Dios para que concediera su gracia. El caballo tuvo
la gracia de seguir la mano de José hasta un prado cerca, bajo un enorme ciprés
de cuya rama colgaba un enganche. No lo siguió de buena gana, y varias veces
estuvo a punto de imponerse sobre su caballerango. Cuando lo tuvo bajo la copa
del ciprés, tomó uno de los ganchos que colgaban de la soga y ató al semental
por las bridas. Allí quedó, rebelde y solitario, mordiendo con furia la cuerda
a la que estaba amarrado su cuerpo.
Vadeamos
la represa a las afueras del rancho y cabalgamos unos buenos 40 minutos, hasta
las meras orillas de La escondida. Seguimos otro rato la frontera entre este
rancho y el Kumiai, y empezábamos a pensar en regresarnos cuando José se asomó
entre unas hierbas y vio lo que primero había oído. Un animal herido o
hambriento, pero no un depredador. La res se retorcía entre espasmos, había
regado pequeñas gotas de sangre en la hierba alrededor. Tenía el cuello como si
se lo hubieran succionado y bajo la fina cada de piel se adivinaba la tráquea fibrosa.
Es una imagen que se me ha aparecido en pesadillas, con todo y el silencio que
la acompañó cuando la presencié, cuando ni siquiera se escuchaba que
estuviéramos respirando, ni las briznas de zacate al frotarse sonaban, ni había
pájaros arriba del aire. José se agachó un buen rato sobre el animal, se
acomodó el sombrero, puso los ojos en algo que estaba a lo lejos y que no
alcanzaba a distinguir. Cuando iba a preguntarle qué veía, se levantó y me
soltó un seco
—Vámonos
yendo. Nada que hacer si el animal ya se chingó.
A
ese animal se lo había chingado *algo*, pero José no dijo nada. Cuando volvimos al rancho, el semental se
había ahorcado con las bridas. Colgaba suavemente del ciprés, como si se
hubiera asesinado. José lloró unas pocas lágrimas muy gordas, antes de soltar aquel cadáver tan hermoso.
X. LA
ALARMA SONARÁ EN 10 MINUTOS
La
alarma no importaba aquí. Algo le ganaba siempre. Algún pájaro gritando en lo
alto, o un gallo cacareando aquí cerquita. Como en el aire del rancho había más
silencio, los pocos ruidos que aparecían de cuando en cuando se movían suavemente
entre distancias muy largas. Esta vez fue distinto, porque era música. Corridos
tumbados. El constante viento de las tubas me traía a la mente a Peso Pluma, pero
la voz en cambio era muy dulce, muy de morrito, y hablaba de cosas no tan
bélicas como el amar a alguien y que ese alguien ni te tope. Quizá era alguna
nueva canción, que había sido un éxito hacía semanas en el mundo real, y que
aquí nos llegaba apenas hoy. La escuché a las 6 primero, porque me levantó,
pero la seguí escuchando hasta las 8, mientras a la lumbre de la chimenea
desayunábamos los tres (Olvido, José y yo). Me tenía estresado la tensión entre
ellos dos. No se hablaban, no tenían gestos de cuidado el ninguno para el otro.
Pero tampoco eran groseros. No se aventaban las cosas ni se ignoraban al
hablar. Era una frialdad extraña y hecha así como de espera. El nuevo chalán (
de cuyo nombre ni siquiera me enteré) se había ido y el Rasputio labraba la
tierra desde madrugada. Todo al sonido de esa rola en bucle, una y otra vez la
voz pastosa y las letras que solamente pudieron haber sido escritas por alguien
invadido de una gran tristeza. Una tristeza que no cabe en las manos y te
obliga a escribir y gritar para que puedas sacudírtela de encima. El Rasputio
sonreía sudando, con las manos renegridas por la tierra. José escuchó cómo se
repetía por sepa qué vez la canción y se levantó exhalando recio el aire. Miró
por la ventana hacia donde estaba el prado.
—¿Y
qué con el plebe? ¿Se le habrá ido ya su juicio?
—Fíjate
que a mí me gusta la canción...
José
ni siquiera la miró y salió de la casa. Lo seguí poco después. Iba rápido, casi
corriendo. En todo el tiempo que llevaba aquí en el rancho , jamás le vi
moverse así.
—No
de mucho madrugar se te amanece más temprano, mijo.
—A
mí no me hace falta que amanezca. El jale es el jale, ¿sabes cómo?
Rasputio
restregaba el rastrillo en la tierra. Los arañazos llegaban hasta el horizonte
de aquel prado. Sus ojos parecían haberse inflado y algo en la piel le temblaba. La
bocina apenas me dejaba escuchar lo que decían. José se le quedó mirando
mientras trabajaba sin pausar. Luego fue hacia la bocina y la apagó.
—Y
luego, ¿sabes que aquí no escuchamos esas pendejadas? Si a ti te gusta escuchar
corridos de matar y de hacer daño, eso es tuyo y te lo guardas para ti.
Procedió
a poner El gallo de Sinaloa, de Chalino Sánchez. El Rasputio rio por lo
bajo sin dejar de trabajar.
—¿Qué,
caballero, te agüitaste?
—No
es que me agüite, cabrón es que soy patrón y me obedeces, ¿sí? Tú aquí llevas
unas pocas semanas, no tienes más voz que yo.Y a parte qué horas de poner la música, mientras los demás dormimos...
El
Rasputio no dejó de trabajar. La herida no había mermado su fuerza y el brazo
le rendía como si nada. Yo me fui con el José para cremar al semental. Su fuego
ardió bastante alto. Primero olió a pura hierba chamuscada, luego a carne.
—¿No
hubiera estado mejor enterrarlo?
—Ya
viene noviembre.
—¿Y
qué tiene noviembre?
—Temporada
de coyotes. Aun si lo enterramos bien abajo, ellos se lo llevarán de esta
tumba. Mejor que no haya nada qué llevarse.
Regresamos
al rancho. Desde antes de entrar ya estaba ahí otra vez la rola. Pero había
cambiado, seguían siendo corridos tumbados pero en otra rola. Dicen que soy
mamón, también que soy culero…
—¿No
le dije pues a este cabrón? ¿No le dije? Desde temprano le aclaré que no
pusiera sus mamadas…
José
espoleó su montura hacia el Rasputio, quien ahora acomodaba los fardos de
alfalfa bajo un tejabán. Al ritmo del requinto encuadraba los bloques sonreído.
José llegó hasta él hecho una nube de polvo y le gritó desde el caballo.
—¿Qué
te dije desde bien temprano, cabrón? ¿Te acuerdas lo que te dije?
—Que
no por mucho amanecer tempranea de más madruga, una chingadera así, ¿sabes
cómo, no?
José
lo miró con fuerza y esta vez el Rasputio volteó a verlo. El caballo arañaba
con un pie la tierra, como si estuviera espantado de un animal más grande que
él. José se sacó el revólver de la cintura y le disparó a la bocina. Luego
arreó al caballo y se alejó hacia la casa. Todo se puso más callado entonces.
XI. 16(7)(8)(9)( ….
Los
días pasaban en blanco. Paseaba por la pradera sin propósito. No era tan grande
el rancho ya estando ahí. Los potreros pa que vaguearan las reses, las
caballerizas con los purasangres dormidos, las alfombras de aserrín en los
establos. Víboras siseando a lo lejos, en el lugar en donde empieza el sol. Un
campo de tiro, callado. Se veía que no se usaba desde hacía un buen rato,
porque los >>pájaros con prisa<< se posaban a los hombros de las
dianas, cosa que jamás sucede en campos donde las fuscas acostumbren retumbar.
Había veces que las voces que se oían eran nomás las de las nubes allá arriba,
con las bocas hechas triste eco, ganado desganado de los cielos. Pero las nubes
iban moviéndose cada vez menos rápido. Y ya luego ni siquiera se movían. Al día
tercero de la tercera semana de haber llegado, me pidieron algo que se salía de
mi contrato. Me acuerdo que ese día, temprano, José se había llevado al
Rasputio como ayudante para destrabar un molino, en los límites del rancho. Yo
me quedé solo con Olvido. Luego apareció el doctor para su visita semanal. Vas
a darle piso a un toro encartado, me decía, porque el vaquero quedó fracturado,
porque quiso correr a un alazán ojizarco, y este pues le dio costal en las
puras costillas. Agarrarle los cuernos al toro (se llamaba EL REGALO) y hacerle
que se besara con la tierra. Yo tenía que hacer algo que iba en contra de cómo
eran las cosas, porque los toros eran los que daban piso a uno, no al revés. Se les trepaban los
jinetes y ellos, como el alazán, los zangoloteaban, hasta que quedaban hechos
borrones arriba de los toros. Daba risa cuando no era uno el que quedaba
borroneado. Pero me le arrimé para arrimarlo al corral, y el jale me salió casi
limpio, hubiera salido limpio de no habérseme doblado el anular empujando al
animal hacia su jaula; él se aprovechó de ese error mío para cornearme una sien
con suavidad. No supe del hilito de sangre hasta que miraba rojas cosas que no
lo eran. Hasta que todo rojo se veía. Desperté tirado sobre el piso de la casa,
rodeado de obreros como yo. Sus caras carecían de expresión Uno de ellos, un
morrillo de Hermosillo, sobrino de José, rasgueaba un requinto sin ganas. Al
Rasputio no lo veía. El morro rasqueaba el requinto. En algo se le musitaba la voz. En cuanto vio que desperté
los ojos, las ganas le vinieron a las manos, y tocó para mí un corrido
revolucionario, que su Tata se sabía porque se lo había traído en el recuerdo
de sepa la verga qué año. Ya se me olvidó la letra, él tampoco la recordaba
toda, se veía que algunas partes eran verbo, aunque buen verbo. Tenía la cara
mojada con agua de río. Él la tenía mojada de sudor. Dejó de cantar y sus ojos
se rieron con los míos, o de los míos.
—¿Quiúbole,
pariente, quiso echarse un coyotito?
XII. CRUCE DE RESES.
El
camino en que iba se enredaba con aquellos dos. Dos caminos retorcidos entre
cerros adelante, y el mío, el de la mañana, que daba de regreso para La
Escondida. En el nudo donde se trenzaban los tres, estaba la señal que por allí
pasaban los ganados para saciarse la sed en la cisterna. Yo me eché a la sombra
del letrero y saqué mi copia de El Llano en Llamas. Quedé dormido en cuanto
leí: NOS HAN DADO LA TIERRA. Serían eso de las cuatro de la tarde cuando el día
volvió a llenarme los ojos. Ya se andaba yendo. Sólo una flaca luz encima de
los cerros, una lumbre anciana, a nada de cebarse por las lumbres de hasta
arriba. Y por la lumbre lunar. Traía abrazada la escopeta, como niño aferrado a
su peluche sin el que no sabe dormir. La cabeza suelta sobre El Llano en
Llamas. Los ojos en blanco hacia las blandas nubes. No puede ser que no se hayan
movido. Pero es. Son y siguen ahí. Nada las hizo en estas tres horas cambiar su
posición. Sólo el cielo lo miré cambiado, pardeaba, parpadeaba el sol y le
cegaba el azul. Eso era que empezaba mi turno. Dejé una posta lista en la boca
del cañón.
XIII. ASADERO KUMIAI.
El
cartelón se columpiaba deprimente en lo alto de las rejas. Había llegado al
límite de La escondida. Ahí hasta el aire se daba la vuelta. Un alambre
salpicado de sangre negra enfrente de mí, gotas gordas empapando hierba, y unos
hilos sueltos enredando la sangre. El sol se había ido (tardando harto en
despedirse) hacía varios minutos, y yo empezaba a agradecer la oscuridad que no
me dejaba ver a lo que fuera que estuviera haciendo ruido ahí en el campo, ahí
a mi lado, a mi alrededor. A lo largo del regreso, lo poco que alumbró el
sendero fue la laira con que daba fuego a mis Laredo. De seguro he de dar,
diera si alguien me mirara, la impresión de una luciérnaga muriéndose, una
estrella arrastrándose y fundiéndose hasta ser chiquita, del tamaño de una
luciérnaga real. Fueron oyéndose aullar los coyotes, como si me extrañaran
allá, con ellos, en lo oscuro. Yo tensaba con bastante ansiedad el dedo roto
alrededor del gatillo. Porque sabía que si me animaba a apuntarle de a de veras
a un animal inocente, ese dedo no me iba a responder. Yo prefería morirme a
matar. Yo lo único que podía matar era
yo.
XIV. SIN SEÑAL.
Decía
el brillo débil de su largo sonreír. Fingiendo en el cielo una cosa ser
estrella fugaz pasó aluzando lenta el senderito. Yo aproveché que su luz se le
tardaba un rato en disiparse para caminar más despacio, para medir la velocidad
con que venían conmigo los coyotes. Pero la cabeza no me daba para espanto,
solo me daba para pensarla, para pensar en hablarle a ella, sin embargo: SIN
SEÑAL. Y todavía con señal, qué le hubiera dicho. La luz alejada se apagó de
repente. El lucero más grande ya no está, ya le dio vuelta a la noche, y yo
aprovecho también para irme.
XV. 4:20 A.M.
Cuando
desperté estaba metido en la cama fingiendo dormir. El celular se me había desmadrado camino para
acá por no ver por dónde iba pisando, y entonces la hora me la daba rota. No
sabía si serían las 2:40 o las 4:20. Yo asumo que lo segundo, porque tardó poco
en aparecer la luz. Manchó la ventana de amarillo y el sueño soltó su río en el
cauce de mi sangre. Desayunamos unos huevos tan grandes que se me hicieron como
de avestruz. La carne del jamón sabía rara. No sabía como a jamón, no sé cómo
sabía, pero esa madre no podía ser jamón. O no jamón de animal. Pero pa qué
armar escándalos por nomás. Las cosas de un rancho vienen de otro tiempo, por
eso saben como a otra cosa. Después de un tiempo en uno, uno también se vuelve otra
cosa.
XVI. …
Fuime
yendo oyendo aullar los coyotes. Poco se escuchaba atrás de aquellos aullidos:
las vacas vagabundas que sostenían conversaciones enteras a puro mugir, la
gritadera de los grillos, mis pasos apurados, la tierra que molió mis pasos. Y
esos animales hasta el frente de todos los ruidos. Pero los coyotes salieron
más coyones que yo. No se animaban a terminar de venir: miraban el ganado de
lejos, sin esas ganas asesinas que les esperaba. Llegué a perderles el miedo a
tal punto que si yo me paraba a la mitad del campo, a la mitad de la noche,
ellos también se paraban allá, desde su sombra, como las sombras que eran, y si
yo volvía a caminar ellos me arremedaban el ritmo y la dirección. Una noche, la
primera de mi cuarta semana, se me ocurrió la pendejada de sentarme mirando
hacia ellos, y ellos ya no me pudieron ver, entonces siguieron avanzando,
aunque yo estuviera quieto. Vi la cara de uno asomarse afuera de lo oscuro.
Prendí un Laredo y lo vi. Pero ni teniéndome de cara tuvo coraje de morderme,
de gruñirme si quiera. Tan solo movió la lengua entre las dos esquinas del
hocico, peló los ojos, balanceó la cola. Le soplé el humo en la cara. Al
disiparse ya no estaba él, ni los que atrás de él venían. El dedo roto ni
siquiera me tembló cuando disparé a la oscuridad. Fuime oyendo aullar a los
coyotes.
XVII. CRUCE DE BORREGOS
Las
cosas empezaron a salir diferentes cuando me cosquilleaba el gatillo al ver
borregos pasar. El pasaje anterior ha sido de sueño, salido de uno, sido uno.
En realidad, no asesiné a ningún animal. Yo no tengo sangre para eso. Pero si
hubiera asesinado a algún animal, hubieran sido los borregos. Procesiones de
nubes. Yo escuchaba los balidos y se me escalofriaba la piel de punta a punta,
las manos se me ponían temblonas y a sudar, los ojos me parpadeaban tan de
prisa que todo lo miraba entrecortado. Me ponía a pensarla. Ella era el único
lugar adentro de mi cráneo en el que me podía esconder. Era obvio que cuando en
mi mente era ella la que hablaba, yo me quedaba callado y mudo. Su voz era la
única con cuerpo adentro de mi mente, mi voz era más una silueta que mi voz.
Pensarla viniendo desde el otro lado del mundo, cruzando su mundo hacia el mío,
haciéndolos que fueran el mismo. Luego la detonación.
XVIII.
luna
enterrada en las uñas
dos
ojos que ya no te verán
una
voz que ya no te oye
un
nudo nuevo en los nervios
un
pedazo de nube atorado entre los dientes
una
Fanny
otra
Fanny
ninguna
Fanny
Se hace de
día.
XIX. FUMAR MATA.
¿Quién
es Fumar? Estos anuncios de muerte en las cajetillas, a mí se me hace que
tienen el efecto contrario al que pretenden. Si pa eso se los fuma uno. Yo no
conozco de ningún Fumar que mate, eso sí. Es uno quien elige fumar. Al otro
lado de la mesa en la que estábamos lonchando, el sonorense tararea El Toro
Encartado. Resulta que aquel wey era ingeniero agrónomo, el maistro en hierbas
del rancho. Razón a la cual correspondió nuestro habitual e inclusive excesivo
uso lúdico de la sustancia conocida como marihuana. Los días se nos iban así entre
giros espléndidos de aquí para allá, y luego hasta más lejos más giros,
marometas suicidadas de la luz. Dolía la garganta de tanto reír. Lloraban los
ojos de tanto llorar. Un día me enseñó, mientras me encendía un LAREDO, su obra
maestra. La tesis que le había dado su título: una florecita de peyote, y
debajo así como un nopal en forma de brújula. Pero de brújula al revés. Me
contó que era una variante de una raíz originaria de, adivine…sepa la chingada
dónde. Nos la comimos micha y micha Y los invitados empezaron a llegar. A él
las plantas le hablaban, rumores acerca de raíces, charlas sobre la adicción al
polen. Yo me quité todo menos las botas, agarré mi escopeta corredera y corrí
para el campo porque el sol se estaba escondiendo. Llegué hasta más después de
La Escondida, crucé la zanja que me separaba del Kumiai de un solo brinco. Iban
sangrándome las piernas, o a lo mejor los muslos, Yo miraba para abajo y no
encontraba nada, ninguna amenaza, ningún objetivo, ningún pájaro con prisa
posado al hombro de ninguna diana. Entonces volteé pa arriba y los vi: manadas
de borregos flotando lentos en lo alto. Grandes rebaños allá, burlándose por la
distancia que los separaba de mí, de mi bala, riendo porque, desde esa perspectiva
en que yo las miraba se parecían a Dios. Dios tenía muchas formas, muchos
tamaños y colores, y a veces para humillarnos con su fuerza el sol nos lo
esconde atrás de un alfombra de borrego. Pero debajo de la alfombra se movía,
se miraba, el paso de Dios, Dios pisándonos. Alcé la escopeta hacia las patas
de Dios, vacié la recámara. Las balas eran tan gordas que parecieron parvadas
allá reunidas, volando hacia la alfombra de Dios, agujerándole su huella.
Una
bala que me quedaba en la boca, una nube en forma de corazón. Un corazón
separado en dos mitades que se alejan y se unen a otras nubes, y dejan de ser
las nubes que son, y ya ni nubes son cuando, como ahorita, al cielo le da por
llover.
XX.
El
día de dejar el rancho me iba a dar raite José. Olvidó se encerraba en su
cuarto, entonces no nos dijimos adiós. Cargué la gran caja negra en el remolque
del pickup. Sobre el tablero, rellena de una mota renegrida, había una pipa
hecha de aluminio, con la forma de esos sombreros que usan los pendejos
paranoides. Se supone que se los ponían para defender sus consciencias de las
ondas, de las ondas de los OVNIS. Pero si ves algo en el cielo y no sabes qué
es, ya no podrías llamarlos OVNIS nunca más. Ahora les pusieron FANI. Fenómeno
aéreo no identificado.
—Ahí
le dices a tu abuelo que le agradezco el paro.
Su
mano me tendía el revólver, el que había desaparecido de la gran caja negra.
OBJECTS
IN MIRROR ARE CLOSER THAN THEY APPEAR. Pero por el retrovisor el rancho se
aleja.
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