La Colmena sin reina



Después de la ventura rural de Pascual Duarte, en que la violencia es un veneno que mata de una, Cela se brinca a la capital de la península para mudar su tema, sí, pero también su forma. La confesión del pobre Pascual, resonante a la confesión tras la misa, se materializaba en un monólogo directo, que daba al protagonista la voz de mando en la narración; las inflexiones ideolécticas, los refranes seleccionados, las muletillas e interjecciones, todo el andamiaje del discurso lo hace andar el habla del extremeño. Llegados a La Colmena, Madrid no cabe en una sola boca. Para ella, Cela abre una auténtica plétora (nada menos que 296 personajes [y cincuenta históricos]) de voces en choque, cuyo resultado son los tampoco nada despreciables 213 fragmentos de prosa en que, dispersas, se acercan, se rechazan, se persiguen y se enfrentan las vidas de los madrileños de la postguerra. En Madrid la vida también mata, pero no de una, sino poco a poco. 

Estas letras urbanas, a diferencia de tantas otras que estaban siendo escritas por aquellos ayeres, tuvo el factor diferenciador de la dictadura de Francisco Franco, cuya dirigencia dejó a una España tan mal parada frente al resto del mundo (pues había colaborado activamente con el fascismo de Hitler y Mussolini, y ganado en parte por su apoyo la previa guerra civil) que su tiempo se vio así como tambaleado sobre su propia duración, concentrado entre el espacio en blanco que separaba los días de sus calendarios. Tal ausencia de espíritu, que era antónimo de lo vivido en muchas otras urbes, le dotó de una posición diferente en el mapa de las literaturas sobre la ciudad. Al comparar La Colmena con otra novela urbana del medio siglo (Ojerosa y pintada, de Agustín Yáñez) vemos pronto la diferencia. La ciudad de México está viva, estirándose a diario, aboliendo sus propias fronteras verticales y horizontales; su estructura narrativa es la de una dejada, una ida en taxi en que cada conversación, cada frenón y cada mirada al retrovisor devuelve la voz de una ciudad que no para de moverse, de cambiar a velocidades tan disparejas en tantas partes diferentes, que cuesta creer que algo así pueda ser retenido, siquiera, tras un nombre tan cortito como Ciudad de México (hoy día más cortito todavía: CDMX). Madrid, frente a Chilangolandia, es una ruina, más que arquitectónica, humana. 

¿Otro ejemplo? La París de Cortázar, su laberinto romántico de calles, su croquis amoroso. Su Rayuela dibujada a lo largo de toda la ciudad. Si para Hemingway Fiesta, para Cortázar juego. 

Por su parte, el título de la novela da ya las claves claras para interpretarla: ¿qué pasa cuando un oxidado filo político atraviesa en cruz a un pueblo? ¿Cuando el gobierno es una garra que se agarra del pasado para no morirse y para vivir matando? Pasa que, suprimida la libertad, el ritmo de los grandes grupos se espesa y se automatiza, se seda o se van quedando sedadas las sensibilidades. Se impone un régimen que rima con una fuerza de la naturaleza, se hace de la jerarquía mandamiento, se esposan las miradas a los puntos muertos, mientras las manos, ajenas, trabajan. Por ello, enrejados en las rutinas, los madrileños de la postguerra recuperan, como pueden, su humanidad con unos enormes sacrificios que nomás les traen unas gracias fugaces. Mucho más frecuentes son, sin embargo, los tropiezos y los pasos atrás, que dados sin querer los alejan más de ellos mismos, los pierden entre los demás perdidos, las riadas de sonámbulos que a tientas se buscan, entre los suelos sucios y el triste cielo de Madrid. 

Colmena, también, por batidero de zumbidos, de aire colmado con palabras sueltas y abandonadas, verbos pujando por imponerse para reinar. Pero ninguna lo consigue, ninguna propaga su imperativo, y por ello la estructura novelística nos da como unos paneles de panal, de distintas dimensiones todos; como unas celdas de voces aisladas, que van dando aire a las oraciones de la capital española. 


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