Frostpunk: la dictadura del criogenizado



En el menú inicial de Frostpunk, hay una turba detrás de las opciones. Esa turba, a diferencia de las que abundan en el videojuego, está compuesta por individuos. Es decir, las personas que aguardan mientras decides en qué modalidad vas a explotar sus cuerpos y sus vidas, tienen nombre, rostro, y hasta sueños. No es un detalle menor, sino un diferenciador crucial, que hace de este una rara avis en el género de la gestión política isométrica. Aquí, esa perspectiva que privilegia la mirada del gobernador omnímodo, el dios-tirano vigilante de esa masa y su eficiencia durante los horarios laborales, se convierte en un obstáculo tremendo, casi que en un parche que ciega, o un lente mal graduado. Porque antes que repartir los suministros, los medicamentos y las labores, lo primero que se socializa en Frostpunk es algo tan elemental para la vida como el calor, y ese nomás se da de cerca. 

Y claro, si el sol agoniza de viejo, y las catástrofes volcánicas levantan sobre el cielo un tejado de dióxido, y la gente se inquieta y los tiranos se trepan a las tarimas, es normal que no haya mucho con qué empezar. En el ojo panóptico de Age of Empires, Civilization o Cities Skylines, la noción del poder está al servicio de abstracciones ideológicas (la guerra, la hegemonía cultural, la acumulación de capital), porque lo que es la gente, los ciudadanos o subordinados, no son más que números, recursos administrables desde la frivolidad autoritaria; en Frostpunk, por contra, cada edificio es un órgano del aparato estatal, compuesto a su vez de los cuerpos de la gente que lo habita y le dota vida. Todos los calores cuentan. Si a uno se le duerme un pie en medio de la helada, tiene que quedarse a descansar, y si se queda a descansar, el resto del cuerpo, aunque esté en óptimas condiciones, no se podrá mover, se morirá. Así, obligados a pensar sí o sí en la totalidad estatal como una suma de individualidades, con dos o tres globos rojos que en cada partida son constantes y que nos picotean el rabillo del ojo con sus avisos de probable hambruna o de inquietud por los enfermos, le salimos al paso al bajón en el termómetro, las noticias devastadoras sobre el sol fundido, o la paranoia ideológica que canta la ruina prematura de Nuevo Londres. A veces, a todo eso a la vez. 

Y es que Frostpunk, al eliminar de la ecuación de su genealogía los elementos definitorios que lo deberían configurar como juego de estrategia, es decir, al eliminar la guerra y la economía, puede enfocar adentro de su mapa otras prioridades que disparan su originalidad. Hay que ver cómo, a mitad de la partida, notamos una mejoría en las esferas rojas de calor, y la gente tiene esperanza al levantarse por las mañanas, y ya van dos días sin enfermos, cuando repentinamente llega el explorador, informa de la caída de una ciudad vecina, y las esperanzas se desploman, con sectas separatistas floreciendo en los callejones, y graffitis que murmuran la desesperanza . Hay que administrar el calor, sí, pero también el miedo a perderlo. Y a raíz de conjugar esas dos necesidades humanas, podemos acabar eligiendo, al menos en uno de los mapas disponibles, dos proyectos de identidad política: o nos aventamos en una ideología autárquica, autoritaria y fascistoide, comidos por la ansiedad de perder el control y que las rebeliones se alcen, ponemos a unos vecinos contra otros y alargamos las jornadas; o elegimos la senda eclesiástica, sembramos las calles de santuarios, nos ponemos metafísicos y hasta terminamos con una gran catedral, latiendo al centro de la urbe, curiosamente (en mi caso, al menos) pegada de junto al generador, calentándolo todo o lo que puede. No hay decisión ni vía, por más que en un principio parezca radical e inhumana, a la que no acabamos por considerar posible, al menos, por un instante de tremenda culpa política. Si las patrullas vecinales se corrompen, nos hacemos de la vista gorda; si los defensores de la fe, en horrorosa rima con la inquisición, linchan a una madre que ha robado para que sus hijos no muriesen de hambre, nos decimos que no ha sido nada, en comparación con toda esa otra gente, cuyos hijos no se han muerto de hambre, y en cuyos corazones se niegan a morir unas pobres brazas de esperanza. 

Las necesidades fisiológicas, la larga lluvia de las nieves y el hecho doloroso de ser emocionales, todo ello acaba interponiéndose con la fantasía megalómana del dictador, del dios o del emperador, nativa del género. Aquí simplemente no puedes sumirte en fantasías de grandeza, porque siempre, siempre, hay algo que va mal o que podría ir mejor, y porque la gente es más grande, y el hielo lo más grande. Y en las últimas consecuencias de la irresponsabilidad, por habernos dejado llevar, tan solo un segundo, por la seducción tecnológica y religiosa, por haber olvidado que esta sigue siendo gente y que están aquí por la lumbre, el ejercicio gobernador en Nueva Londres acaba pareciéndose al de enterrador. Las muertes, a las que en principio tratamos como una excepción y una tragedia, incluso contando con camposanto, se vuelven cotidianas, y el gestionar su frecuencia un ejercicio de cálculo, parecido al de saber si habrá carbón para durar hasta amanecer. ¿Habrá suficientes ciudadanos para mantener en funcionamiento la fundición? ¿Quedará abandonada la enfermería, pero abandonada de médicos y no de pacientes? El poder, que a media partida se vuelve hasta cómodo, recibe un rebote que lo arrastra hasta la ansiedad más pura por sobrevivir y hacer sobrevivir a los otros, en un ejercicio casi masoquista de empatía, porque las muertes, a pesar de haberse normalizado, vuelven a doler, vuelven a significar. Y el termómetro continúa cayendo, y cada vez va habiendo menos estrellas, y los distritos de la orilla se van quedando en azul. 

Ya para terminar mi epitafio (pues mi ciudad, de tantas veces levantada, tantas más que el hielo la volvió a tumbar), propondré que hay una veta de exégesis gigantesca en la manera en que Frostpunk plantea, con sus mecánicas y su narrativa (una historia de debacle climática, en la que tanto peso tiene la mano del ser como la de la naturaleza) el problema de la gestión política durante períodos de crisis. La sola originalidad de sugerir que, de hecho, el apocalipsis atmosférico es inevitable, puesto que al sol se le agotó la luz y a los volcanes se les derramó el fuego, ya da para reimaginarse nuestra relación con la ficción apocalíptica. Por partir de ahí, y aunque arrastre todavía ciertos impulsos muy tóxicos, que parecen haber traumatizado al género, Frostpunk señala sin temblor el camino para la ficción política en el videojuego: la preocupación radical por las necesidades del otro, la confección de esferas sociales sólidas, afianzadas en la justicia laboral y la racionalidad social. La idea, en suma, de que hace más calor si nos quedamos cerca, si permanecemos, entre todos, todos. 


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