Nocturno que ya es de día


Mariana quería maquillarse la cara de triste; se imaginó una sombra que la hiciera ver como si hubiera llorado, como si el llanto se le hubiera detenido mientras caía. Luego pensó que no importaba cuál ni cómo se pintase, si al final lloraba, y lloraría, conseguiría el efecto. Daba igual. Todo adentro de la daba vueltas, le daba vueltas a todo:
Estoy parada en esta parte de mi vida, y siento que ya está completa. Claro que lo que ya está completo es porque ya se acabó. Estoy bien acabada. Acabo de nacer. 

—Me está mirando, me está mirando…

Subida en un panorama de fuegos falsos, una morra arremeda a Kali Uchis . Largos tubos de resplandores coloridos brincando hasta las nubes como antorchas etéreas y despedazándole su gris. Viene la oleada de meseros, salidos desde el gimnasio. Van despejando una parcela de espacio frente al cielo enjambrado de cohetes de Sabrina Saburó, ganadora de los últimos playbacks. Una cantimplora labrada a la imagen y semejanza de una pata de venado peinaba la totalidad de las mesas, mojando y ardiendo las gargantas de los estudiantes, les murmuraba tristes pensamientos. Ese mezcal volaba invisible de mano en mano, al son de la sed. Y no se acababa. 

—Me está viendo a mí, mamona, si no está bizca...

Los adultos no toleran ver muchachos reírse; somos el recuerdo de que ya no saben reír; empiezan a murmurar: posible fumadera de tabaco y de cannabis (sadtiva) . La guardia acude a ocupar su turno, y va desenfundando las macanas. Una morra que regaba llanto de extrañar se desmaya de la sorpresa, cuando su jefe le da las llaves de su nueva nave . En la lejanía alumbrada por parvadas pirotécnicas, había luna; pájaros de pólvora que explotaban sus alas y abanicaban filamentos y lamentos siderales. A Carmela le llovía toda esa luz sobre los labios y junto a los ojos, y el maquillaje le fluctuaba entre lunares azulosos e isósceles rojizos.

—Ella es lencha, puto, ¿cómo vulvas va a estarte viendo a ti?

Marco migraba alrededor del minarete, con la Polaroid enmascarándole los ojos, prometiéndose a sí que alguna de todas las 16 fotos que podría tomar esa noche sería la nostalgia de todas las noches de enfrente, que la cara que todos estaban poniendo, se la estaban poniendo al mañana de pasado de mañana. El resumen encuadrado de toda la generación: los flamantes de Americano, y digo flamantes por quemados todos, con el jersey sobre el esmoquin, traficando plumas y vapeándose vanidosos; unos campeones regionales del taller de danza urbana, que habían conseguido hacer del espacio recién abierto un auténtico antro; madres, atentas madres de familia, que velaban por la rectitud moral de sus hijas e hijos e hijes, sin saber que hace rato se les habían descarrilado.

—Wey, ya invítala, mamona.

Carmela se acaba de un trago la limonada entequilada. El caballito de cristal palpita entre sus uñas crecidas, con el esmalte evanescente. Empezó a desabrocharse las botas, se arremangó el vestido más arriba de las rodillas. Se pasó el labial por los dedos y se pasó los dedos bajo los ojos.

—¿Cómo me veo—le preguntó a Mariana, ladeando la mitad del rostro—, putona?

—Putonsísima, ma.

Carmela camina contra su ansiedad, que la jala con fuerza de regreso a la silla, en donde el amor es nomás mirarse de reojo y fingir no verse, donde los besos son mudos y el calor es una lumbre azul, que no calienta. Camila corresponde y se le pone enfrente, acariciando sin tocarle sus labios con sus labios. Adelantada le toca la boca, ávida, vaciándose el beso de los labios. Camila Miramar, del 632, le sonríe y le parpadea despacito los ojos, la espera, como esperó desde las siete la cruz de sus miradas. La lleva de la mano hacia donde pasan los pasos de baile. Dando un medio giro inseguro, enrolla a Camila en su abrazo, y aprovecha para acariciar sus cabellos con la cara. Carmela mira a los que no saben bailar, ubica unas caras difusas, se le ocurre que hubo un momento en que los conoció, de a huevo debió haber habido un primer contacto, unas palabras nuevecitas, una mañana que fue la primera y a primera hora. Piensa que fueron extraños, y que es extraño que ya no lo sean. Y que es extraño que vaya a extrañarlos. Piensa que eso es lo feo del extrañar; que la persona querida, conocida, sabida, se va volviendo extraña, porque cambia. En el aire, entre los cuerpos, flota la letra de Andrea.

Todos se convertirán en lo mismo. Todos seremos extraños

. Camila la atrae hacia ella, le trae ganas, le recorre los labios con los ojos, se relaja entre sus brazos, se deja calentar, se deja agüitarse. Y lo agüitada le apaga lo caliente. 

Una vez nomás hemos sido, una sola y dos fiebres a la vez. 

—Ay—le susurra Camila, despacio—casi te piso tus pies.

—Písalos, pa eso son.

Se acerca hacia mí, más cerca…

—¿Por qué bailas descalza?

—Yo vivo descalza.

—¿Por qué?

—Porque siempre se me pierde el piso. Y nomás lo encuentro cuando lo toco.

Empiezo a pisar sobre sus tacones.

—Si se te pierde el piso, estoy yo…yo te agarro pa' que no te caigas—la agarra de la cintura.

—No sé…

Sonríe, ¿con tristeza?

—Sí sabes.

Al otro lado de la pista, abajo de una luz carmín, volvió a vivir su romance, volvió a sentirse romántica, y bailaba su ex, el ex-wey. Durante un centímetro de reloj, Carmela presiente la brisa de San Pedro Mártir, y sus pisotones crujen las hojas, y las luciérnagas salpican lumbre entre los robles, y la canción ya se va a acabar y ella tiene 17 de nuevo, y se la cree que hay algo más allá de la juventud, que la esperan unos años de oro y álbumes donde no caben las sonrisas de tantas que son. Pobre pendeja, pero era feliz. Él baila cercano con otra, y ya la vio y ya supo que es ella. Carmela baile y baile, pero sin parar de verlo, al otro lado de tanta raza, de tantas tristezas tan distintas, causadas todas por lo mismo. A él le tiemblan los labios, y luego los pone sobre los labios de la otra, y ahora temblaban los labios de ellos dos. A Carmela se le seca el corazón, se le mueren las mariposas de su pecho. Besa a Camila Artaud. Él abre los ojos para verla. Ambos se miran y lloran para el otro. Sin dejar de besar, sin dejar de sentir el cuerpo que tienen enfrente, despedazados de melancolía y calentura, se extrañan, se sienten pendejos de haber terminado, se sienten equivocados para siempre. Lo malo de las tragedias no es que no puedan evitarse, es que no pueden corregirse. No puede cambiarse su desastre; una debe cambiar para él. Carmela no sabe cómo hacerle para no llorar, ya no maneja el flujo de su memoria, ni el de sus lágrimas. 

Ahí, en esa luna medio vacía, en ese baile de soledades dobles, en medio de esa canción deprimente, en los brazos y los labios de quién sabe quién, se desearon una última vez.

—¿La canción se acabó? No me había dado cuenta. 

Y la besó, y como los besos se dan siempre ciegos, no la vio llorar, no la vio tristecida, y confundió sus lágrimas con saliva de amor.



ANUARIO DEL CICLO ESCOLAR 2017-2020. PREPARATORIA FEDERAL LÁZARO CÁRDENAS. GRUPO 631, COMUNICACIÓN.

Carmela Umbral: Todos los huracanes son ciegos, llevan los ojos adentro del pecho. Quisiera ser un huracán.

Miguel Páramo: No sé a dónde vine. No recuerdo a quién he venido a buscar. ¿En dónde he estado de allí para acá?

Sebastián García: Quisiera escribir sobre esas veces en que sabes que se acabó, y toda la discusión, todo ese llorar, te parece lo más inútil del mundo. Algún día quisiera escribir algo así. Algo que pegue igual. 

Marco Carló: Odio el dinero. ¿Quién inventó esa madre? Para partirle su madre. Hay que estar bien enfermo de egoísmo para inventar algo como el dinero.

Quetzal Luna: Siempre me pregunto cosas a mí misma, y solita me hago pendeja, ¿sabes cómo? Las respuestas a mis preguntas…me dan un chingo de miedo. Porque las sé

Mariana Magón: Yo lo que me pregunto es por qué nadie ha inventado el perreo tumbado. En serio.


este cuento pertenece a la novela Mercurio entre las patas, es un pedacito, está sacado de ahí. 

 

Comentarios

Entradas populares