Ojeroso y despintado: reseña de la Sedemequis




Maples Arce resuena sus rimas, o las ruinas de sus rimas al menos, monótonas como el umbral en cada puerta de abordaje. Esto es el preámbulo del vuelo; un montón de gente que se muere por dormirse, unas despedidas sin palabras, unos adioses necios en su silencio, una náusea cuando soy tragado por este obsceno pájaro de la noche. Ya arriba, las horas también tienen alas, y mis pensamientos flotan, sin mucha dirección que digamos. 

La bienvenida a Aztecópolis; todo parece estar hecho de ruido, o venir de él o ir hacia él. Yo no sé a dónde ir. Se me congelan los pasos en el centro de aquel corazón internacional, por el que circulaban venas dialécticas infinitas, y donde cada glóbulo de ser humano parecía tan seguro de hacía donde estaba yendo, que yo me tropezaba hasta con mi propia sombra. Tiempo de espera, anonadado frente a la ciudad, a sus rascacielos que amurallan el celeste, y lo confinan a una rendija ligera, apenas por debajo de los párpados. La calles se desenvolvían como túneles sin paredes, disparaban sus carriles en toda dirección. Los chilangos se apresuran; su ciudad los deja atrás. El tiempo entre ellos y mío parece como diferente, como desarticulado y desentendido, aunque los relojes nos diesen la misma hora, ellos iban un minuto adelante. Si las manecilla los tocaba, la capital amenazaba con decapitarse. Todos los edificios se arrastran los unos a los otros, se agarran del reflejo y se derrumban sobre las vidrieras. Bajo del taxi y siento que vuelvo a aprender cómo se camina. Tras unos cuantos pasos provincianos, las calles dejan de emular los hormigueros, y se reelaboran en manera de colmena. Los peatones me recuerdan a los flechazos, proyectiles disparados a dianas que esperaban a kilómetros. La raza caminaba como cayendo, como jalados por una gravedad horizontal. Impresiones imprecisas de personas. 

Un cine de por ahí
No sé dónde estoy, ni a dónde vengo o de dónde voy. Los nombres no me dicen en nada; mi nombre nada significa. Las praderas de cemento que ellos llaman calles: bautizadas en otro idioma que entiendo. Todos aquí parecen hablar como siguiendo un guión, como queriendo agotar sus diálogos lo antes posible, porque otra audición les espera, en la otra punta del monstruo. Siudá de México, te odio. El suelo me pisa cuanto estoy en tu metro. Un cielo nulo nos dice se perdieron. Coyoacán, Reforma, Iztapalapa y...¿otra vez Coyoacán? Cómo se nota que nunca he estado aquí. Que no estoy aquí. Cuando salí del metro, una raza se concentró en un parque, y todos quemaban gallo, sin excepción. El perfume penetraba tu cuerpo, y el horneo parecía inevitable. Aun con los policías, huevones y lejanos, que miraba aquella hornada, sin inmutarse tras las gafas, la gente se miraba tranqui. Era una zona verde, un radio de tolerancia para rezarle a Ganja. Un perro casi se me cae encima, mientras caminando por una calle me sentí en Roma, siendo un extra de sus escenas, fingiendo una edad mexicana que ya no es. Los chilangos se la viven hablando; a su lado soy mudo, aunque diga. 

Perros castrados y castrosos
Más allá del primer día en ella, abusado por si valgo verga, camino por Bellas Artes. Transición a Tlatelolco. El escalofrío de lo que aquí ocurrió, aunque las piedras hayan olvidado la sangre, y los ecos parecen tan pequeños, que nos preguntamos si no serán pensamientos. Por la plaza de las tres culturas, un templo prehispánico se alza, literalmente, por encima, mientras la ciudad alrededor se hunde. Todos tienen algo de qué hablar, y el cómo hablarlo. Todos parecen ir a alguna parte, eso es lo más raro. En Tijuana, es como si la gente de la calafia pudiera bajarse en donde sea, como si diera igual la parada. Pero aquí nadie para; saben dónde termina su día, sabén cuándo empezó. Y yo en medio. Mexicano perdido en méxico, diría Bolaño. Tres horas de sol, con la maleta a rastras, a través de Lagunilla, o Garibaldi, no sé. Nadie me mira y lo miro todo. Cada laberinto vertical, cada autobús acarrerado, cada gigante de concreto. En la cineteca me siento en la Uni, pasto y morros estériles. Una película de una morra que se va para Tijuana. Qué babosa. ¿Por qué alguien iría, voluntariamente, a Tijuana? La Avenida Central anochece, pero nada, ninguna hora ni horario, es capaz de quebrarle el ruido. Aquí vives 24/7, parece. Hasta en mis sueños me sentí perdido. La cedemequis está bien. No hay que caminarla solo, a menos que seas de aquí, y a veces ni eso. ¿Hay alguien que sea de aquí? No miré ningunos ojos, que al menos por un segundo, no pareciesen ciegos. Nada más la miré en el día, me debo su noche. Esta ciudad se escribe con mayúsculas; no es ningún rancho crecido. Allá decimos que allá principia la Patria, pero no, allá termina, acá empieza. Aunque la Patria es una mamada, entonces ¿¿¿
Persiana de ZAPATA


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