Chorizo



Cuando mi padre me marcó para decirme que había pasado un accidente, la ansiedad me asfixió. Nadie llama para decirte de un accidente. Un accidente es que te caiga el café al servirlo en la taza, o que las telarañas de tu tejado las desbarate el viento. A mi perro lo desbarató un taxi; eso no es un accidente. Es algo más allá de la tragedia. La depresión de varios meses, aprisionada en un solo instante, en una sola triste noticia, en un solo cuerpo tierno y arrollado, que ya no supo cómo dejar de dormir. 

Luego me dijo que no era un accidente grave, porque no le había pasado a ninguno de nosotros. Pero el Chori era uno de nosotros. Fue ahí que se me quebró el vidrio de las lágrimas. Como siempre, no fue el llanto adecuado, no lo supe dosificar. Cosas como esta, que tu mascota se salga del patio y luego se salga de la vida, le introducen a uno los océanos en los ojos, y si uno los lagrimea de golpe, acaban por empujarnos la iris para dejarnos ciegos. Al chorizo yo le lloro hasta que me muera; hasta que se me mueran los ojos de alucinarlo, hasta marearme los oídos con sus ladridos tardíos. 

Cuando sea una de esas noches azules, en que todos los perros de tu colonia se organizan para aullar a la vez, voy a hacerme wey a mí mismo, pensando que reconocí su ladrido entre aquella multitud, su hocico largo como el tiempo, sus ojos bizcos de querer abarcarlo todo. Noble resorte de músculos en intervalo de pasitos, intermitencia que tapiza el patio, que alfombra sus huellas y dibuja el mapa de sus travesías. 

Querido camarada chorizo, al cobijar tu cuerpo de tierra, me pareció que tu silueta sobresalía en la superficie, aunque estabas pulgadas suelo abajo. Así será que el tiempo vaya apilando horas sobre esta tristeza, pero sin transparentar tu memoria, la nostalgia de tus brincos, tus pelaje distribuido por todos los sillones. 

Duerme largo y profundo, querido Chorizo, y ládrale a las raíces de la hierba, desde el edén de tus sueños subterráneos. 

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