Garabato de El Garabato



Guerrero García, te adjunto tu trabajo de fin de curso y te anexo una carpetita con las notas y comentarios. Debido a que no deseo asistir a dar clases en período vacacional, ni lidiar con los rituales de la burocracia académica, he decidido no reprobarte y concederte el 6, aunque tú y yo sabemos que ese número te queda grande. Resumiendo, no puedes proponer una metalectura de un metatexto, porque al hacerlo desvirtúas el valor crítico y epistemológico de tu interpretación; el trabajo del crítico es dictaminar, en base a una serie de lineamientos teóricos bien establecidos por la tradición literaria mexicana, sentencias contundentes alrededor de las obras, no seguirles el juego en sus laberintos de espejos. Te recomiendo encarecidamente, y no solo para mi materia, que dejes de pensar en cada ensayo como una forma de justificar tus propias ideologías e inseguridades para estampárselas en la cara a un servidor de la educación que lo único que quiere es contribuir al desarrollo del espíritu literario regional. No respondas a este correo, y no me busques en la facultad, puesto que no daré más retroalimentación que la recabada en mis notas. 

Pd: Si vas a decirles que fui tu maestro, también diles que casi repruebas. 

Gilberto Félix Berusco es crítico literario y promotor cultural en Tijuana, Baja California. Ha capitaneado las secciones de Arte del Semanario Zeta, así como las columnas Políticas en el diario El Mexicano. Ganador de la beca Pascual T´eporocho por su ensayo La barda que me brinca: Ensayos de crítica literaria y literatura fronteriza. He conocido, además, a personalidades de sendo prestigio intelectual, de reconocida trayectoria a nivel estatal, y ha participado en la renovación del enfoque postestructuralista como teoría de la literatura. Es subdirector del Centro Vicente Leñero, dedicado a estudios de lingüística y teoría literaria en la obra del escritor jaliscience. 

Los Garabatos, o retrato escrito de un literato iletrado. 

Gilberto Félix Berusco, 13 de Julio de 2020. 

Durante su fallido acto de malabarismo pseudocrítico, Ricardo Guerrero se empeña, al igual que el ingenuo Fabián Mendizábal (protagonista y escritor de El Garabato³), en privilegiar su estéril estilo por encima de su reseca interpretación literaria. A lo largo de las 15 páginas que dura su Ensayo Final, uno se sorprende sintiendo que el alumno ha logrado mirar el texto, encadenando el hilo narrativo desde la primera letra hasta la palabra final, sin ser capaz de entender que el propósito de que exista dicha cadena de sucesos ficcionales es, precisamente, ser abolida por la lectura crítica y comprometida, por sobre todas las cosas, con la auténtica ars poética literaria: la alimentación del espíritu en base al desglose de los elementos literarios, siguiendo en todo momento las instrucciones que el texto manifiesta para su propia destrucción. La crítica literaria impone un sentido arqueológico y radiográfico, una calada profunda en las resonancias semánticas del sistema literario novelado. Guerrero carece de dicho impulso, y en su afán por ligar a El Garabato° con un paleolítico sentido de la primacia del autor sobre la obra, exhibe las ausencias no solamente de un estudiante de letras contemporáneo, sino el fracaso intelectual de una generación. 

Todo texto tiende a autodestruirse; es una desgracia que el de Guerrero quede hecho añicos desde la primera línea. En aras de escribir este panfleto correctivo, a fin de funcionar como aviso navegante para futuros falsos talentos, no he asistido a la sexagésima octava celebración del Congreso de Literaturas Fronterizas, en el que iba a abordarse, irónicamente, el problema de la nueva novela mexicana. Veamos. Después de una portada que viola la normativa estilística de la UABC al elegir una tipografía Perpetua, en lugar de la oficial Times New Roman (privilegiando por vez primera la forma sobre el fondo), arranca su exégesis con la siguiente perla: "En ocasiones, es la novela la que escribe al novelista". Pasando por alto los evidentes desplantes sintagmáticos (de más está el señalamiento de la transición entre la primera frase y la segunda, en la que encabalga dos sílabas iguales, ralentizando el ritmo de la lectura, antes incluso de que la lectura comience), cabe atender (como no lo hace Guerrero) al desliz semántico de su supuesta interpretación en las intenciones de Leñero con El Garabato: por más que se levanten paredes alrededor de las paredes, por más alargada que sea la madriguera del conejo blanco, hay una pared que la ficción ni rompe ni toca; aquella que separa la página en la que habitan los garabatos, y la mano que mueve dichos garabatos, y moviliza su significado, los ojos que atraviesan el texto y organizan, linealmente, su sentido. 

Adhiriéndose a alguna aberrante doxografía  paleo-posmoderna, Guerrero peca de precoz al asumir que la forma (el Garabato°) puede moldear en algún sentido lo que ocurre afuera de su atmósfera de signos (el novelista, el creador, Vicente Leñero). Evidencias de esta necedad se suceden a raudales. Una vez rebasado el límite de la introducción; no conforme con asumir que la silueta rige sobre su contenido, ignora en ceguera selectiva las elaboradas metáforas religiosas con las que Leñero puebla su metaficción, y que proponen, entre líneas, una cuchillada a las ideas estéticas del creacionismo, . No es capaz de entrever el fino hilo de palabras que infringe los límites en las realidades narrativas de El Garabato°, la anábasis a la que llevan palabras como perdón, Ángeles, cielo, Padre, y con que el autor de El Garabato² pretende subliminar su aviso de que Mendízabal no es más que otra de sus invenciones. En pocas palabras, estamos frente a un alumno de sexto semestre, un período en el cual los estudiantes ya deberían haber coleccionado un digno caudal de conocimientos y experiencias críticas, que no sabe lo que es la Veridicción, mucho menos injertarla en sus interpretaciones textuales. Una vez aclarada la ignorancia estudiantil (esperable, por lo demás, no sin ciertas limaduras de estilo), se entiende que su opinión no consiga erectarse en exégesis, pues la veridicción es el concepto literario que modela y modula el discurso de El Garabato°, y que interrelaciona, además, la dialéctica metaficcional entre El Garabato² y El Garabato³. Su necesidad de decir lo otro por decir lo otro, lo lleva hasta

el texto se va gangrenando, atravesando los límites entre los distintos órganos narrativos, hasta transgredir las etéreas membranas de la construcción in nihil. Leñero no se burla de los críticos; los desprecia, repudia su voyerismo intelectual, defenestra sus vicios convertidos en mantras y parábolas académicas; acusa de sus argumentos maleables, con frecuencia, y en exceso, ideológicos, pasionales, más no racionales. Su protagonista, el protagonista del protagonista, es como uno de esos adultos de los que hablaba José Emilio Pacheco, de los que lloran a solas y se enojan por todo. Pablo Mejía, autor de el segundo Garabto, es mezquino, envidioso, megalómano y fetichista. En el afán de exhibir sus inseguridades textuales, se inventa un autor que desprecia a otro, a sí mismo a través de alguien más. Elabora la novela a su imagen y semejanza, un inseguro vaivén entre dos estilos torpes y prototípicos; en una esquina la prosa prurítica del crítico anquilosado, impotente a la hora de formular ideas y de leer nada de aquello sobre lo que escribe; en el otro, un juntaletras debutante, un adolescente achicopalado que se asusta hasta de su sombra, que nunca llega a ninguna parte, y a quien todos abandonan por su propia incapacidad de hacerse cargo de las situaciones. La crítica institucionaliza, a través de la academia, el sofisma y la falacia, reviste de ciencia sus atajos, y maquilla con retórica sus propios analfabetismos. 

A modo de síntesis, y para ya cerrar esa pestaña de word que flota sobre mi escritorio, sentencio que la incapacidad literaria de Guerrero se choca de frente contra su escasa comprensión del fenómeno narrativo; en su afán de ponerse por encima de Leñero, de ser el número anterior a cero, tropieza en el tercer escaño, y queda a la misma altura que Mendizábal: un muchacho inexperto, que no sabe que hacer con las manos y al que se le ocurrió que a lo mejor podía atraverse a minar con su pluma la pureza de la crítica literaria mexicana, y de la literatura nacional. A modo de colofón, injerto el párrafo que cristaliza todos los accidentes que Guerrero comete con alevosía en su Ensayo Final: 

"Y tal como sugiere uno de los protagonistas de uno de los capítulos de una de estas novelas, no estábamos, nunca estaremos, frente a ningún laberinto; los laberintos se los inventa la crítica, y luego se felicita a sí misma por haber resuelto los enigmas que ella misma diseñó. Pero Leñero lo sabe, y Mejía y Mendizábal, ninguna novela es una rizoma, sino una larga linea recta que se retuerce, que gira sobre su eje y rota alrededor de su origen. Nada le altera el curso, nada desvía su cauce. No hay laberinto que resolver, sino un hilo que desenredar, una sola y larga línea que se va aplanando conforme avanzan los ojos. La metáfora no es gratuita. Finalmente, hay un nombre detrás de todos los nombres, y una portada encima de las demás portadas. El Garabato de Vicente Leñero. Todo autor es el único protagonista posible de su propia obra."

Finalmente, Guerrero, serían dos las ingenuidades que yo señalaría de mayúsculas en su Ensayo Final:

1. No tenemos evidencia filológica para afirmar que Leñero disfrutó del proceso escritural de El Garabato, con relación al adjetivo lúdico en uno de los renglones de su trabajo: "Leñero cimenta un lúdico juego de reflejos". 

2. No se ponen en cursiva las citas textuales si van al pie de página. 

—Gilberto Félix Berusco. Cuadernos del Río Bravo, vol VII, núm 4. 

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