En la Zona Rosafari



Caminando por la Zona Rosa-rito (Rosarito, Be Ce), te sientes encarcelado en una maquetota. O quizá en un barrio mexicano de alguna ciudad estadounidense; te sientes como una simulación de ti mismo, se siente como estarse moviendo en los límites de una imagen. Gigantescas tipografías estilizadas a la Azteca, que nos hablaban, sin embargo, en la lengua de Ronald McDonald (Trump). Menús de comidas mexicanísimas cobradas de a dólar, música para la nostalgia clasemediera del aspirante a boomer norteamericano, Maroon Five rebotando entre Coronas y Coronitas, Tejuinos with Hot Cheetos! un crepúsculo enrojecido y costeño-colonial, hormigueado por las variadísimas subespecies de las american airlines. Una auténtica plaga de pájaros yanquis, y abajo oleadas diurnas de blanco, como torrenciales descargas seminales que nos enviara el país vecino, en agradecimiento por ser su sexy error de verano.

Basta muy poquito, sin embargo, para partirle su padre a esta imagen. Basta con mirar de frente a estos turistas ascendidos a colonos, basta con sonreír mientras miras a lo lejos, a esa ninguna parte que es patrimonio nacional, para que comprueben que no te han quitado todo, que hay algo que no les pertenece y que no se puede comprar. Que nunca podrán instalarse aquí. Basta esto para que bajen la cabeza, avergonzados de ser quienes son. A pesar de que los letreros y las ofertas y los lenguajes se disfracen de homeland, este no es su lugar. Arranca la distribución socialista de la vergüenza turística. People are strange, when you´re a stranger, corea Jaime Morrison, desde adentro de una casita sin dueño, y cuánta razón. Una vez empiezas, la grieta se amplifica hasta abarcar a todos los vectores de este JPG urbanístico, y toda la nebulosidad propia de los sueños se solidifica, adquiere silueta, y los gringos se topan contra el muro, esa barda cuya escalada hemos convertido en arte. Ningún pretendido corazón urbano, ningún alma de la fiesta de toda una ciudad, resiste la mitad de una mirada directa. Los ojos weros se caracterizan por no posarse sobre nada, sobre nadie; tienen la pupila tapizada de imágenes, y lucen sus malabarismos visuales y su elaboración de nostalgias mediados por el nervio óptico de la Nikkon; auténticos rinocerontes del verbo ver, molesta intromisión de diafragmas mal calibrados, listos para seguir coloreando el horizonte transparente con lo amarillo de sus filtros.

El centro de Tijuana, medalla cultural de la frontera, se ve hoy con las calles clavadas de rascacielos, con sus nubes rasguñadas por anuncios espectaculares, con sus palomas estrelladas en el reflejo de un penthouse. Sus artistas gentrificados, sus cicatrices callejera pintadas de blanco, sus sótano etílicos demolidos, sus gentes remplazadas por animatrónicos made in L.A, sus fachadas con otros nombres. Su clase obrera, la poca que quedaba, se ve recorrida, arrumbada a cualquier esquina, para hacerle espacio a los nuevo inquilinos. Y la nueva generación de masa proletaria, la de los morros desorientados y desentedidos, los del espectro que empieza en el 2000, ya asimilan las nuevas maneras de sonreír en los retratos familiares, en los álbumes titulados my acid-trip intro the Azteclands. Ya se doblan para que suban las nuevas jerarquías. Todo lo que proviene de allá, históricamente, tiende a autodestruirse, y a destruirnos en el proceso. Un centro agringado será como otra parte de la misma maqueta, mismamente falsa, mismamente irreal. Una Zona Rosa-rito, o una Zona Rosa sin más.

Tal es el lugar en el que sucede Safari en la Zona Rosa (1970), y tal es el mood que hilvana: un paraíso depravado en privatización, acechado por la sombra del que será tolerante hasta límites criticados (según) y su granja de granaderos. Envuelto entre Londres y Estrasburgo, se desenvuelve el minúsculo laberinto de pasillos internacionales, caminados por las leyendas a las que nadie les ha entregado ni voz ni memoria; los escritores que nadie lee, los pintores hacia los que nadie voltea, pero que pronto, ya mero, darán de qué hablar y de qué polemizar, y serán la lepra para el establishment, pero a cambio de ser, también, los lábaros de la contracultura, las réplicas de la Onda. Seguirán, desde sus atrincheradas mesas repletas de jaibols, nutriendo el crecimiento de la gran, inamovible, indefinible, inexistente,  c u l t u r a  m e x i c a n a.  En estos vulebares que esquinean entre vanguardias (doblando cuadra en el Groovie, pasada la fachada del Neoestridentismo, llegas luego luego al Neogotic Hall), ahogados en Versace y neón, irrigados por la bonanza económica del milagro mexicano, se desahogan y se degradan Carlos (Charlie), Becky la Brigitte Bardot huasteca  Memo, el vampirito de la Colonia Roma, y otras manadas de snobs a los que el país ha puesto el apodo de intelectuales, las demografías banqueteras de jipitecas y las momias que fueran pachucos. En lugar en el que anidan las Cougars, precursoras simbólicas de las Sugar Momies, y en donde pastan los Zorros Lila. 

La Zona Rosa empezó, según identificamos conforme avanza el proceso narrativo, como una fantasía de edén cosmopolita, en el que nacerían las Janis Joplins y los Jaimitos Hendrix, los Bobby Seales indigenistas y los Che Guevaras de Polanco. Para soportar tamaña infraestructura de expectativas culturales, la Zona Rosa se armó de cafés y librerías de viejos vintages, modernos clubes psicodélicos con morras aterciopeladas, electrizantes ritmos neoafricanos, paisajes de fauna taxidérmica, servilletas graffiteadas de poemas que no leerá nadie (y lo bueno). Y en esta joven marejada de lujos y excesos, de nervios ácidos y ojos anestesiados, de izquierdismos de papel y suicidios indiferentes, se va deslavando el Rosa, y el milagro se vuelve martirio. Y Martré mirando de frente, a este barrio que solo tiene perfil. Sus diálogos se contaminas de coloquialismos y de extranjerismos, asumes en algunas partes el hispanglish, pero su prosa permanece distante, la punta de la pluma afilada y exploratoria, que no deja ningún rincón sin explorar, sin explotar. A mi parecer su intención no es otra que la de enunciar el fracaso de un proyecto urbano-cultural que se importa y se injerta a la fuerza en tierra natal, la imposibilidad de que la dialéctica del consumismo, el escapismo lisérgico y la ninfomanía on-demand arraiguen en tierra mexicana. 

Desde luego, y como ocurre con casi todas las ideas que hemos tenido y tendremos, no soy el primero en pensar ni intuir nada de esto. El camarada Karl Monsiváis, en esa evangélica colección de crónicas-ensayos-cuentos-sociologías que es Días de Guardar, lo resume a través del momento en el que el enfant terrible del muralismo mexica, José Cuevas, maquilló una de las murallas de la Zona Rosa con lo que él llamaba su Mural Efímero. La frase, paradójica al principio, nos desenrolla su sentido si pensamos en nuestras propias ciudades, en nuestro propios barrios, en cómo cambian y nos cambian. El mural está llamado a durar, a transgredir el óxido del tiempo, pero el mural existe en la ciudad, y las ciudades, sobre todo las modernas, ya solo saben desvanecerse mientras rasguñan el cielo. Todo cambia en una ciudad, hasta sus habitantes nunca son los mismos. Algo que es comprobado por Carlos, protagonista, hacia el final de la novela, quien decide encerrarse en un bucle de melancolía, buscando rearmar aquel parque de perversiones. Un testimonio con el que me escudo para esto, ubicable en la página 78-79 de Días de Guardar

"—Mural efímero es una contradicción. El mural está hecho para durar, porque se inserta orgánicamente en el complejo urbano."

Los murales pueden despintarse o volverse a pintar, los muros pueden destruirse. La abundancia trae su propia versión de inestabilidad, y las ciudades desamparan a sus viejos signos. El propósito de Cuevas parece análogo al de Martré, despintar la zona rosa de su encanto y su matiz, dejarla como lo que será a por andar queriendo ser otra cosa. No en Valde, el propio Karlitos describe a la Zona Rosa como un conglomerado de influencias regionales mal asimiladas por la burguesía capitalina, masticadas con pereza y regurgitadas, abolladas en su contenido, muertas semánticamente. Aquí el parrafito al que me refiero:

"De las colonias de clase media del D.F., de las tertulias de Saltillo, de las peñas literarias y teatrales de Monterrey, de los círculos activistas de Chiapas, de los manantiales poéticos de San Luis Potosí, de las promesas filosóficas de Hermosillo, se va nutriendo el aspecto del barrio. "

Engrudo mal amasado de estereotipos de provincia, collages del pusilánime kitsch, aspiracionismo a urbanita hollywoodense, cosplay trespesero de Los Engels. Una mancha sociológica y espacial que cataliza toda las identidades y profesiones en cierne hacia su violento choque: policías corruptos, madrotas lesbianas, meseros cocainómanos hacedores de pulque, niñas llegadas de Woodstock (aquí le decimos Avándaro), políticos y sus crisis de los 40, 50, 60 y 70, cardenales que alquilan el pecado capital.

Martré reelabora ese prólogo dorado de la Zona Rosa, no a través de la nostalgia plástica y burguesa, sino de la evocación de las sensaciones mientras se marchitan, la escalofriante aceleración de las rutinas nocturnas, el perfume de segunda mano de las avenidas, las minifaldas y los acampanados que combinaban radicalmente dos formas de piel y de tela, y en ello una historia tipo Trainspotting, pero sin esa parte nihilista que embarra al libro de Irvine Welsh. Porque aquella también es filosofía foránea. Aquí el nihilismo tiene otros nombres, y el autor los va dejando caer a cuentagotas: los periódicos que se meten entre los diálogos, y publicitan el precicipio hacia el que México entero se está dirigiendo, por andar mirando milagros en donde solo hay puentes rotos; el desempleo en el que se tambalean sus protagonistas, y que los orilla a acabar desnudos en quinceañeras, robarle a políticos calenturientos, transear a la creema y nata del Safari (club pseudo-sáfico que sirve de escenario durante gran parte de la historia). Violaciones a epilépticas en manicomnios, escupro con trasvestis de 17, una malviaje tras otro, LSD, ELE-ESE-DE. Nada florece, nada arroja sus raíces, toda fruta está previamente prohibida, previamente podrida. Hay una gran sequía en el paraíso, nunca dejó de haberla. 

Finalmente, todas las Zonas Rosas figuran como lo mismo. Da igual si es Monterrey o Jalisco, Rosarito o la Capital, da igual si la escribe Martré o Monsivaís o Cuevas: Un tianguis gigantesco con precios de Sanborns,  en el que se comercia la cultura, o al menos su reseca simbología. Por eso el final de esta novela es un bucle textual, la repetición de las ilusiones que a México tienen secuestrado: la masificación, la posmodernidad, el progreso. El orgasmo sin depresión post-coital, la peda sin la cruda. La Zona no era Rosa, solo rosada. 


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