Drive my Car: Sílabas en silencio



Empiezo diciendo que Drive my Car es una película sobre personas que intentan aprender a olvidar, pero que se rehúsan a ser olvidadas. Estas personas, todas relacionadas de una manera u otra con el lenguaje, coexisten en intervalos de silencios desastrosos y febriles. Se ponen la máscara de los gestos sintéticos, su garganta se convierte en grabadora, y caminan, automáticos, al escenario. Fingen, se pelean con los otros que fingen, se odian porque ya no saben cómo dejar de fingir, porque se han pasado tanto tiempo metidos en sus disfraces, que sin ellos se presienten desnudos, o peor, invisibles. 

Para todas estas miradas afligidas y desviadas, el idioma es un laberinto sin entrada y sin salida, una ansiosa heterotopía de realidades privadas. No encuentran a los otros en el laberinto, pero tampoco se encuentran a sí mismos. Y cuando quieren gritar, cuando el auxilio se vuelve necesario, los labios permanecen quietos, la lengua se petrifica. Como si no tuviéramos boca. No decimos nada, aunque lo estamos pensando todo. No hay pensamiento que no nos esté cruzando la cabeza, en un hervidero de neuronas asociadas a palabras, siluetas y cigarros cenicientos. 

Una actora que se comunica en el lenguaje de señas surcoreano casada con una japonés que trabaja con un director angloparlante y que pone a una chica que habla mandarín y a un chico que habla japonés en la misma escena. Una escritora de televisión casada con un dramaturgo, una madre sin hija y una esposa infiel, transcribiendo las obras de Dostoievski a los signos del teatro experimental. En ese entramado de malentendidos que es el elenco de personajes de Drive my Car, a los idiomas les van saliendo grietas y fracturas, se burlan de sus hablantes, cambian el sentido de las palabras, los confunden y los obligan a buscar significado en otros alfabetos. 

Es por esto que el título captura a la perfección el sentido global de la película, dejar que alguien entre y conduzca tu vida, que te acompañe a los lugares que ya hace rato dejaron de significar lo mismo, que te cambie las rutas, que te tome de la mano mientras acelera en la curva y no mira a la carretera porque te está mirando a ti. Todos somos copilotos, y no hay nadie frente al asiento, y podemos ser espectadores de nuestro propio accidente, o movernos, reaccionar, cambiar, y empezar a elegir direcciones en la carretera de un solo sentido que es la vida. Drive my Car consigue hablarnos de esta verdad con sus planos suaves y largos, azules, grises, tristes. Su lentitud nos sirve de brújula interescénica. Y nos lleva de la mano en su laberinto intertextual, nos deja pistas sutiles para seguir el camino. "El texto te está hablando", le dice el director a uno de sus actores más jóvenes, y luego gira la mirada, muy sutilmente, hacia el borde del plano, hacia nosotros. 

Porque el lenguaje no me crea, ni crea realidad, ni nada. Es un refugio en donde se alojan los tiempos que ya no son, una tubería lineal de horas oxidadas. Una tentativa caligráfica de paralizar los músculos de Saturno, para que ya no se devore a sus crías. Pero Saturno continuará su festín infanticida, y seguirá anclado a su gravedad, girando junto a la luna. Y cada segundo que pasa yo me vuelvo más viejo, cada segundo me quita algo, se va llevando algo de lo que soy, y le deja menos de mí al futuro. Y precisamente porque eso ocurre, porque el tiempo pasa y yo le paso al tiempo, debo moverme, debo salir del teatro y entrar a la calle, a mi casa, a mi escuela y a mi propia vida. Gracias en japonés a Ryusuke Hamaguchi y todo el equipo tras Drive my Car, por hacerme entender que también nos entendemos a través del silencio, que las miradas hablan y las manos lloran, y que nos hace muchísima falta aprender a llorar. 

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