Hades: La casa de Asterión (y Zagreo)
"No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra."
En el cuento La Casa de Asterión, Jorge Luis Borges invierte y rearma el significado de una palabra. Hay pocos cuentos que se atrevan a hacer algo así: atentar en franco terrorismo contra el propio lenguaje. La casa se convierte en la peor pesadilla arquitectónica de todas; el laberinto, y sobre eso trata el relato. Aquí, el espacio doméstico, el rincón en medio del caos, el remanso de realidad, se convierte en una cárcel sin rejas, una matrioshka de laberintos, una jaula que encierra y perpetua en bucle todas las rutinas en ruinas. Esa casa es Creta, y su único habitante, Asterión. El pobre y solitario minotauro, aburrido de la vida eterna y desinteresado por las delicias monárquicas del mundo exterior comienza a buscarle límites a la realidad. Enloquecido de soledad, convierte un mero curioseo por los recovecos de la bestia en una investigación existencial, empujada adelante por la paranoia. Ante su derrota frente al nido de espirales y rizomas, el Toro llega al punto de las alucinaciones autoinducidas, a la disociación, a la cisma de su propia ontología. ¿Hombre o toro? ¿Hombre con cara de toro? En sus últimos momentos de vida, agonizante a los pies de Teseo, el Minotauro sólo alcanzó a pensar en el origen del laberinto. Ahora, su espíritu rebota (como un eco) entre los pasillos de aquella perpetuidad espacial, todavía buscando la semilla del infinito.
Zagreo, en el lado contrario, es un joven noble aburrido de su habitación, que decide salir a recorrer el infierno por puro ejercicio. O esto es, al menos, lo que parece al principio. Mientras crece la reguera de cadáveres y charcos de sangre que va dejando a su paso, Zagreo identifica otro impulso, un impulso más profundo para haberse salido de su casa y llegar hasta los Asfódelos en primer lugar: un vacío en el centro de su esencia, una crisis de identidad. A diferencia del hombre toro, que murió dudando de si él era en verdad lo que pensaba que era, el adolescente del inframundo muere a cada nuevo bucle con una certeza más clara, más exacta, de lo que él podría ser.
Al centro de ambas obras, late un corazón textual que le valvula unas nociones muy específicas de identidad al resto del juego y el cuento. Ambas obras experimentan con la combinación entre laberintos y ontologías, espacializando las personalidades, personalizando los espacios.
En Borges, el laberinto es la casa repetida sobre sí misma infinidad de veces, superpuestas las unas sobre otras en una torre y un pozo de eterna continuación. La tristeza domina la atmósfera textual de La Casa de Asterión, porque el espacio, a pesar de ser tan grande, es todo igual. En Hades esto ocurre a la inversa; la casa/laberinto no sólo cambia a cada nueva vuelta del bucle, sino que nos garantiza que, tomemos la dirección que tomemos, hay un punto, un momento en el tiempo, en que desenredamos la raigambre de mazmorras y salimos para respirar el viento frío de la superficie. La oposición entre ambas obras es también emocional. Asterión, ahogado de vacío, se inventa ficciones que, a la larga, va creándole una especie de laberinto mental, una variedad de posibilidades de las que ya no sabe a cuál pertenece verdaderamente. Zagreo huye del laberinto precisamente para escapar de los otros: el peso aplastante de las expectativas paternas, la incómoda sobreprotección maternal, la falta de seriedad y relevancia con que nos tratan los distintos habitantes de la morada del inframundo. Zagreo, harto de amabilidades y pasivoagresividades burocráticas, emprende una cruzada contra el averno; primero impulsado por la furia, y luego por la verdad. La verdad acerca de sí mismo, de su historia y su naturaleza. Y en el mismo sentido que Asterión, Zagreo acaba encontrando la verdad sobre sí como un veneno fulminante que lo borra de la vida.
Cuando, en los Campos Elíseos de Hades, nos topamos con el Minotauro, Zagreo le pregunta por qué decide permanecer encastrado en su rutina de ser asesinado y resucitar, le cuestiona el por qué de su rechazo hacia la libertad y la autodeterminación. Y la respuesta deja ver la forma en que la configuración espacial de ambos los diferencia; en el laberinto de Asterión, la libertad es un sustantivo seco, muerto de significado. A donde sea que vayas, a donde sea que mires, seas lo que seas, nada cambia, nada sigue adelante ni retrocede. Para el joven príncipe del inframundo, la libertad no sólo es posible, sino necesaria, porque así como ha crecido en las entrañas de la tierra, bien puede ganarse el derecho a caminar sobre la superficie, a tocar Grecia con los pies llameantes y preguntarle a su madre por qué lo dejó.
En uno y otro caso, el mundo exterior adquiere un cariz de rechazo. Ni el Minotauro ni el Príncipe son habitantes de la realidad que habían idealizado durante tanto tiempo, sus deseos fueron infructíferos, y el mundo alrededor del laberinto se reveló como otra sala más adentro de la misma casa. La diferencia fundamental es la actitud de ambos frente a ese proceso existencial; El Minotauro se abandona a sí mismo y enloquece, Zagreo resiste y desafía la naturaleza de toda su vida. Y la distancia entre ambos sigue siendo mediada por un espacio anárquico, una catábasis/anábasis inútil porque en sus infiernos, las dimensiones no existen, y el tiempo es sólo una palabra.
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