Hollow Knight: El laberinto vertical
En Hollow Knight, todo le pertenece a otra persona. Cada elemento de tu inventario, cada habilidad, cada poder y cada suma de estadísticas que te precipitan hacia el fondo de las madrigueras, hacia El Abismo, viene dado por alguien más, alguien a quien probablemente nunca conozcas y cuya presencia en forma de cadáver te siembra dudas en la cabeza. Eventualmente, en silencio, el escenario en sí mismo se va transformando en un caldo de cultivo de teorías, de hipótesis que ojalá no sean ciertas. A cada cuerpo, ruina, puerta y pasillo, la suma de todas las dudas cimenta la sensación sobre la que el juego de Team Cherry, creo, trata a nivel fundamental: eres un extranjero, eres el otro. Eres, por lo tanto, el enemigo de todo un reino.
Desde ahí, no cuesta relacionar la noción de la otredad y la alteridad con propuestas textuales más políticas e ideológicas. Dos de los mejores textos escritos (en castellano) sobre Hollow Knight (uno por Víctor Rodríguez, el otro por el crítico Zura) reflexionan sobre las sugerencias mecánicas colonialistas que se filtran a cada combate y a cada conquista que vertebran el descenso del Caballero. Aquí, sin embargo, me gustaría argumentar, a modo de diálogo intertextual, que el juego te ubica en estos ejes tan nocivos y tan tristemente propagados por la paleta temática del videojuego precisamente para hacerles, cuanto menos, una pregunta, y cuanto más, una crítica. ¿Por qué lo que recibimos tras exterminar sistemáticamente a pueblos y tribus es un chute en bruto de dopamina? ¿Por qué se comercia con la cartografía y por qué la cartografía es sinónimo de sumisión geográfica? ¿Por qué el personaje no habla, por qué el personaje no siente? ¿Por qué el último jefe final comienza a suicidarse a la mitad del duelo?
Para mí, está claro que un juego en el que ni nuestra sombra ni nuestro cuerpo nos pertenecen no tiene intenciones maniqueístas, y que no busca dicotomizar simplonamente su discurso en favor de las hegemonías del indie y el AAA.
Al menos, para mí, El Caballero es un sinónimo de todos esos protagonistas que no importan ni en sus propias historias porque no tienen ninguna personalidad real, porque están diseñados para existir al servicio de unos ritmos y unas fantasías específicamente masculinas, específicamente opresivas, que silencian en modo automático cualquier posibilidad de poética videolúdica, de entendimiento y comunicación. Y sobre lo demás, bueno, tampoco considero que el hecho de que aquí los finales de cada personaje y subtrama estén definidos por la tragedia como una mera casualidad. Hollow Knight nos permite navegar por el esqueleto fosilizado de una quimera política y dictatorial, por las contradicciones del modo de producción capitalista, por los entresijos de la propaganda anti-colectivista y marcadamente ultraliberal. La infección que salpica a los "enemigos", eso que en un principio concebíamos como una mera molestia mecánica y una desgracia narrativa, más tarde se desvela como el mecanismo de defensa de unas criaturas que se resisten a ser metabolizadas por el poder de un soberano, como los últimos glóbulos anaranjados de una sociedad en pleno proceso de descomposición social y política. Y el vacío, ese líquido que simboliza la muerte y el vaciamiento del individuo, una metáfora de la alienación humana, de la fabricación en serie de carcasas biológicas en las que depositar una voluntad que siempre es, ante todo, ajena.
Y todas esas habilidades y amuletos y mejoras que en un principio te hacían sentir invencible, omnipresente, se transforman en una contradicción que tensiona con el espíritu de exploración y aventura propuesto, en sus compases iniciales, por Hallownest: el poder es aburrido, la superioridad está hecha de vacío y tiempo coagulado, de memoria muscular que convierte las plataformas y los puzles espaciales en pura rutina. El poder te disocia de la realidad, ubicándote injustamente por encima de ella.
La prosa poética, la melancolía musical, la identidad visual, el precioso paisaje de un castillo devorado por la eternidad, se configuran como los nódulos performativos de ese mensaje que late en el centro del laberinto vertical, de ese vértigo horizontal que devuelve la sensación de estar aproximándonos a una verdad peligrosa, a una teoría que va solidificándose y abandonando su condición de vacío.


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