Las dos Américas: Una cruzada contra Estados Unidos.
Hay una pintura, creo que es de Goya, que muestra a una nación peleando contra sí misma. Es una pintura en la que dos pueblerinos se dan de garrotazos, y un fango nebuloso les hunde las piernas. Pensé en esa pintura mientras terminaba Red Dead Redemption 2. Creo que es una excelente metáfora pictórica del juego.
No fue hasta la misión en que Dutch confronta en el muelle de Van Horn a Leviticus Cornwall, que entendí sobre qué trataba Red Dead Redemption 2. En un lado, un carismático manipulador de indeseados, que se dedica a saquear y robar con una batería de excusas idealistas por delante; en el otro, un magnate y un malnacido egoísta, que hace prácticamente lo mismo pero bajo el amparo del Tío Sam. Era la historia de la guerra que un país tenía consigo mismo. Una nación joven pero poderosa, que se desafiaba frente al espejo. En una esquina del cuadrilátero geográfico, estaba la américa de los olvidados, de los marginados, los sin nombre y sin idioma, residuos de la civilización. En la otra esquina, estaba el vigor político de una república recién nacida, junto con todo su aparato civilizador: el estado liberal y el capitalismo industrial. En una época en la que se acababa de decidir si era correcto eso de ser dueño de otros seres humanos, un grupúsculo de criminales huye de todo un país. La banda de Dutch Van der Linde, compuesta principalmente por los olvidados y los residuos que ya mencioné, amenazada desde todos los frentes, encerrada cada vez más sobre sí misma, tan confundida que se acaba autodestruyendo, emprende una guerra santa contra Estados Unidos. La diferencia es que ahora, en lugar de caballeros templarios, cabalgan vaqueros solitarios, coágulos de una época que hace años se había desvanecido en las páginas de la historia.
Lo mejor del juego, al menos para mí, es que esta degradación de un pedazo de la sociedad se ve reflejada de todas las maneras posibles. La trama, por ejemplo, traza constantes paralelismos entre los miembros de la banda y otros grupos castigados por la nación. Primero se les compara con otras bandas, todas seducidas por la promesa de un líder carismático y la miseria como vida diaria; luego es con los indios americanos, que veían, impotentes cómo, amparados en un estado de derecho que no los incluía, les arrebataban la tierra. Incluso se les compara con los esclavos de un dictador cubano, con los inmigrantes, con los obreros anclados en las entrañas de una mina o el fondo de una cueva. Luego es la propia tierra la que refleja su fracaso como forajidos. Primero, en Horeshoe Overlook, viven un terreno primaveral, fresco, verde y vivo, una promesa. Luego, en Shady Belle, caen en la boca de los purulentos pantanos, y más tarde, en Lakay, están en el corazón de las ciénegas. Al final, acaban arrinconados en las esquinas del condado, escondidos en una cueva que antaño fuese habitada por asesinos caníbales. Incluso el estado de salud de Arthur, al inicio del juego un hombre sano y fuerte, y al final un pálido y delgado cascarón de vaquero, habla sobre esta misma putrefacción. La banda también sufre contaminación. Al principio todos convencidos de que era algo romántico y revolucionario robarle a los bancos y a las empresas (porque lo es), para acabar temblando de duda frente a la posibilidad de asaltar un simple tren. Todo en ellos, todo lo que ellos son, empieza a contraerse sobre sí mismo hasta implotar. Y la otro lado de todo eso, tenemos un estado que le da la mano a la burguesía para masacrar a su pueblo, una nación que se expande como una infección a lo largo de Norteamérica, el creciente infierno de los que son otros, ajenos, extraños.
El juego es sobre esas dos fuerzas chocando, haciéndose daño, humillándose reiteradas veces. Y el final de esa lucha es triste por realista. Arthur, un inmigrante empujado a la vida criminal debido a la pobreza, empieza a salir de la alienación en que lo tenía su padre simbólico. Y al hacerlo, empieza a perder lo que es. Primero pierde su salud, pero más tarde, en las últimas misiones, pierde a sus amigos, pierde su sombrero, pierde su caballo, su arma El vaquero, el forajido que cabalgaba el horizonte del oeste, no era más que un fantasma, ignorante de que hace rato había pasado su vida. De que él estaba condenado y pelear sólo era alargar su condena. De que sobre su tumba florecerá la civilización que lo fusiló.
Considero valiente a cualquier obra que se atreva a enfrentar las consecuencias de las sociedades con los procesos que les dieron forma. A lo largo del mapa, como fósiles historiográficos, se hallan las cicatrices arquitectónicas, sociales y psicológicas dejadas por la guerra civil, por el proceso de colonización, por el alzamiento de la clase comerciante, que empieza a devorar con un apetito nunca visto los recursos naturales de aquellas tierras salvajes.
Y quizá la mejor manera de terminar este texto, sea igual que como termina el juego, cuando los miembros fundadores de la banda se apuntan entre sí, jugándose un último duelo al atardecer, y toda la confianza inicial se quiebra con el chasquido de una pistola. Yo por eso observo este texto, mi propio texto, como lo que es: la descripción del nacimiento de un monstruo en otra nación. El monstruo del imperialismo silencioso, el que usa máscara y pistola para quitarte lo que tienes, pero que no te mata, porque matarte sería acabar con su propia fuente de ingresos.


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