Sable. Oasis>>ausencias
El objeto de este libro no es exactamente el vacío, sino más bien de lo que hay alrededor, o dentro.
Así arranca Georges Perec su experimento literario sobre las
especies espaciales, cuyo primer escaño es el tratamiento del vacío, el no-espacio. El vacío inquieta y perturba porque ahí debiera haber algo, cualquier cosa. Allí
debiera haber espacio. Quizá, por eso, como tenemos interiorizada la idea de
que el desierto es la geografía del vacío, es que en los videojuegos se le
suele llenar de aberraciones, de ausencias, de imposibilidades. Desde que Mario diera su primer salto hacia su segundo mundo, hasta que Journey nos enseñara que ese vacío puede moldearse para reflejar formas y
criaturas, el videojuego se ha preguntado, largo y tendido, sobre lo que
significa jugar a esa topología de la nada que comúnmente llamamos
desierto.
Al abrir Sable y
flotar entre su polvo, deslizarnos en sus dunas y atravesar una fracción de su
geografía, nos damos cuenta de que el primer y más grande mérito de este juego,
es haber encontrado flores donde otros sólo hallaron arena. Desde
luego, el desierto como topografía jugable no goza de muy buena salud en el
videojuego. Casi siempre páramo de hostilidad, nido de bestias y complicadas
culturas, inaccesibles para cualquier forastero; recuérdese que la principal tarea del jugador al llegar al oasis de las Gerudo en Breath of the Wild, es disfrazarse de una presencia para poder entrar en la ciudad. Y con esto no quiero decir que
el videojuego deba construir su discurso mundoficcional alrededor de la
presencia centralizadora de un jugador ajeno a ese mismo mundo, sino que, al
menos en mi opinión, debe darnos herramientas de interacción social, emocional
y existencial para entender y darnos a entender en un espacio de incomunicación
que se ha vuelto hegemónico en tantas obras. El desierto es la habitual cristalización
de estas formas de incomunicación. Por eso Sable siembra una semilla
retórica y discursiva que no tarda en crecer y en hechar raíces. Aquí, ahora,
en este juego, desierto no es sinónimo de nada. Aquí el desierto es el
latido lento y rítmico de una vida plural, heterogénea, en plena comunicación
consigo misma y con las demás vidas.
En este primer apartado, dos son las influencias desde las que Sable ejecuta sus mensajes sobre qué significa desierto. Una la encontramos en el último experimento de Hideo Kojima, Death Stranding. El otro en la última entrega de la milenaria saga de Nintendo, el vitoreado Breath of the Wild. Del primero extrae su tratamiento contemplativo del paisaje, el paso tranquilo y sinuoso entre los caprichos de la geografía, la dialéctica de reajustes entre el cuerpo y la tierra: llegar a un común acuerdo con el terriotorio fijar sus límites y respetarlos, so pena de Game Over. Del segundo, el más evidente, extrae ese espíritu de búsqueda perpetua, de aventura inagotable vertebrada en mecánicas de rapel y planeo. Ambos genomas remezclados en el corazón de Sable, con la particularidad de que lo que aquí se incuba es algo completamente distinto, que obedece al criterio minimalista con que este juego piensa todos sus sistemas: no hay enemigos y, por lo tanto, no hay manera de ejercer violencia sobre los otros. Su mundo, como excepción al género de los mundos abiertos, es algo más que un terruño sobre el cual descargar furia y poder. Y cuando las posibilidades de relación con el entorno dejan de ser mediadas por el idioma de las armas, las palabras y los gestos empiezan a brotar. Esto es algo que ya se veía venir, pero que nadie se había atrevido a cristalizar del todo. En el propio Death Stranding hay indicios de que lo el juego busca es que el jugador quiera evitar la violencia, al darle armas no letales, dispositivos para el sigilo, y situaciones jugables en las que lo último que conviene es entrar en una balacera. Pero Sable, demostrando que es un juego verdaderamente rebelde, lleva esto a sus últimas consecuencias, y el resultado es maravilloso.
Cuando empiezas a
recorrer sus dunas, no paras de preguntarte todo el rato, ¿en qué momento
aparecerá el primer enemigo? ¿Cuándo me darán mi primera espada, mi primera
pistola? Al cabo de unas horas, esa pregunta sencillamente se te olvida,
diluida entre las riquísimas manifestaciones culturales, topográficas y
arquitectónicas de su territorio. Que nadie extrañe los campamentos enemigos, ni las torres de Atalaya, ni los barriles rojos que explotan. El verbo que hilvana la consistencia de
su mundo es conocer. Saber, aprender nuevas cosas sobre los lugares y la gente.
Las mecánicas de Sable, por lo tanto, son mecánicas del conocer. De aprender
qué hay al otro lado de esa montaña, quiénes son estas criaturas, para qué
necesitan estos monumentos o si son monumentos en primer lugar. Aquí tiene
resonancias con la xenoarqueología interestelar de Outer Wilds, sólo que
en Sable el conocimiento no se instrumentaliza para conseguir ningún
fin, ni desentrañar ninguna conspiración cosmológica. En Sable, el conocimiento
aprendido sobre el mundo y sus gentes, sirve simplemente para eso,saber quiénes somos nosotras.
Su mundo es un espejo de expresiones verbales, de rastros emocionales, de espacios
olvidados vacíos en los que habitar nuestro ser.
Debido a ello, en Sable reina la tranquilidad, la lentitud, la atmósfera del zen. Y si no
fuera por esta misma ausencia de urgencias, de listas que tachar u objetivos
que asesinar, la densidad ficcional de Sable no sería lo que es. El
desierto es el lugar de la tardanza, de las cosas que crecen despacio,
tomándose todo el tiempo del mundo. Porque entre tanto polvo el tiempo brota abundante. A la
larga, dicha significación del espacio conecta con el mensaje central de la
obra: la búsqueda de lo que somos. Y esto, más que el objetivo fundamental, es
un deseo, compartido, primero, únicamente por Sable, pero que se
transmite hacia nosotros. El ritual para saber lo que somos, lo que se podría
decir la misión principal (aunque no podría estar más lejos de ser un objetivo convencional)
nos exige tres máscaras, de entre las cuales elegiremos una, que simbolizará
nuestra vocación para el resto de los días. Sin embargo, el juego no quiere que
lo termines, y es probable que, antes de darte cuenta, tu inventario sea un museo de rostros petrificados. Aquí y allá, flotando, escalando, recorriendo y dialogando, nos abriremos paso entre las ruinas monumentales de los
desiertos, nos ganaremos una identidad, y nos olvidaremos de lo que éramos
antes de empezar nuestro viaje. Sable nos plantea el relato de una
ontología inacabada, en permanente remodelación, sujeta a los vaivenes de las
personas que entran en nuestra vida, de las voces que nos hablan y las palabras
que nos escriben para ser leídas por los demás. Es por eso que Sable es un
juego infinito, un paréntesis existencial que se abre al salir de nuestro
campamento, pero que no quiere cerrarse nunca. Que no debiera cerrarse nunca.
En nuestra búsqueda de
máscaras y compañeros, el desierto en Sable acaba pareciéndose más a un
jardín de caras y nombres que a un páramo desolado y hostil. Todo lo que lo
compone, sus riquísimas variedades de arena, sus múltiples formas de flora y
fauna, sus culturas, sus edificaciones, sus mecanismos alienígenas, sus rastros
de un futuro silenciado y los cadáveres de sus artífices, conforman un diorama
explorable complejísimo, una densa capa de lore y narrativa que mientras avanza
el tiempo, se va fusionando y entretejiendo hasta devolvernos una imagen viva,
homogénea pero fluctuante. Un desierto donde las palabras viajan en el viento,
donde el viento está hecho de palabras.
Y como pieza final pero central de esta metodología textual, está la ideología detrás de su sistema de diálogos. Porque en Sable, en realidad, la protagonista no habla nunca. Todo lo que ocurre desde nuestro lado son pensamientos, ideas y sentimientos que salen a recibir lo que nos dicen los demás. Son los otros los que tienen la primera y la última palabra, y es a través de ellos y sus deseos, sus intrigas y sus dudas, que el mundo a nuestro alrededor se ilumina y gana sentido a cada nueva conversación. Se siente como una evolución de la narrativa de los Souls, un paso más allá de ese manido enviromental storytelling. Aquí se utiliza esa técnica, desde luego, porque es un juego que también sabe darle su lugar al silencio y a sus espacios como medios de enunciación discursiva, pero son sus habitantes los que al final significan a toda esa argamasa de texturas y dibujos. Es una forma muy colectivista de contarnos algo, muy de aprender a escuchar al otro, de saber hacernos a un lado para entender que este no es nuestro mundo, pero que los demás están dispuestos a compartirlo si sabemos tratarlo bien. Hay que respetar la presencia de este desierto que nos preexiste. Y eso también se aprende en las misiones, porque nada en Sable va de ir y matar, o en general de hacer daño a nadie. Cada objetivo asignado por un nuevo personaje es otra forma de ayudar al mundo y de ayudarnos a nosotras a comprender su funcionamiento. Ya sea devolverle a una reina Chum a sus crías para que la colonia vuelva a estar completa, ayudar a un anciano a recuperar al huérfano que es su hijo, o darle una flor a un niño en el muelle, todo se orienta a rehacer el tejido roto en las comunidades por las que vamos atravesando. Eventualmente, hay objetivos que saben mantenerse con ese espíritu comunitario, pero que crecen su escala de impacto hasta límites sorprendentes, como esa misión en la que le devolvemos la energía eléctrica a toda una ciudad, y eso retroalimenta las dinámicas sociales, hasta dar la impresión de estar frente a otra versión de la misma ciudad.
Para llevar a cabo todas
estas acciones, Sable vuelve al minimalismo, esta vez a través de las
mecánicas. Porque hay muy pocas maneras de interactuar a través de los mandos,
pero ese se debe a que todas esas maneras son, en una forma u otra,
significativas. Entonces se retoman y se profundizan muchas de las aspiraciones
vistas en Breath of the Wild; cada mecánica de Sable tiene
su materialización diegética. Es decir, por ejemplo, que, si queremos marcar
una ubicación en el mapa, tendremos que sacar un artefacto diseñado para hacer
específicamente eso, luego usarlo para cartografiar el terreno a nuestro
alrededor y finalmente elegir nuestro punto de interés. Lo mismo pasa con la
brújula, un relojito espacial que hay que sacar para utilizar, y que nos va
guiando entre el mar de íconos. Todo esto contribuye a la sensación de estar
aquí, de tener un cuerpo en esta tierra infinita. Y así cada acción que hacemos
se siente como real, como una auténtica confrontación entre nuestras fuerzas
intelectuales y corporales y las dinámicas videolúdicas que nos exige el
desierto.
De la fusión entre sus
verbos, sustantivos y terceras personas, va sedimentando el sentido de
pertenencia. De que esta tierra en la que siempre seremos extranjeras y a la
que nunca acabaremos por entender del todo, es lo más cerca que estaremos de
tener un hogar. Para Sable, al menos para la de mi partida, el destino no
existe más que como una excusa para diluirnos en lo geográfico, para quedarnos
sentadas presenciando sus noches, para caminar sobre las vértebras de un
esqueleto milenario y agradecerle por haber resistido hasta este momento en que
pisamos sus restos. Mi destino fue ser la eterna extraña, y mi cara no toleró
la impostura de ninguna máscara sobre otra. Porque al final, resultó que tenía
muchos rostros, que yo era muchas versiones de Sable, y que todas eran igual de
reales.
En el umbral de su
conclusión, con ese eterno retorno al hogar que nos mostrará los créditos
finales, Sable nos atenaza con su última y deliciosa duda. ¿Realmente sabes ya
quién eres, lo que eres, lo que serás para siempre? Irte de regreso, sin haber
respondido nada y sin tener intenciones de responder, es el mejor no-final que
se me podría ocurrir. Aquí venimos a querer ser, a habitar el intervalo, a no
cerrar el paréntesis. Porque el momento en el que eso ocurra, el desierto
desaparece, las flores se le marchitan, y nosotros nos petrificamos, en una
máscara que se convierte en nuestra cara, y en un cúmulo de letras a la que
empezamos a llamar nombre, pero que se sentirán, quién sabe hasta cuándo, como
una mentira.
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