Mercurio entre las patas [0]

Una sombra solitaria con el mundo a sus pies

como una nube rebelde…





Una sandía entre unas piernas coreanas. Mientras acaricia con la lengua los bordes de un prieto glande, Miguel observa a un hombre acercarse a la sandía. Parece que la fruta está conectada al clítoris de la mujer. Bajo su cuerpo, siente a Sabo apretar las nalgas, conteniendo la eyaculación. El hombre se pone labioso, humedece la piel rojiza de la sandía, la chupa, le hace cosquillas. Los dedos se Sabo sobre su cabello se sienten como brisa, unas gotas de preseminal emergen desde la uretra. El hombre introduce los dedos en las profundidades de la fruta, el juego chorreando y empapando la cama, la mujer gimiendo como de dolor. Una flor de semen se abre alrededor de la boca de Miguel. Sabe dulce, sabe espeso, está caliente, le escalda la lengua. Sabo le pide sus labios, y en un beso que sonaba como pétalos crujientes, comparten el jugo y lo llenan de saliva. Miguel se había ganado la dopamina. Sabo lo monta por detrás y le pasa la lengua por la espina, hasta llegar al corazón del culo. Siente los dedos firmes y sudados abrirle poco a poco las piernas. Miguel saborea la sensación de que lo están dominando, de que su hombre está a punto de tomar lo que le pertenece. Levanta las nalgas con ganas, las menea de un lado a otro. Sabo le da una sonora nalgada y Miguel muerde la sábana. Primero la pasea el hinchado glande alrededor del culo, le da unos golpecitos a la piel, calibra su erección y la prepara para penetrar a su bato. A Miguel se le va el aliento y Sabo se muerde los labios. Tiene el ano jugoso y estrecho, le envuelve el pene con un manto de calor y humedad. Carmela, que hasta ese momento se dedicaba a estimularse el clítoris en la esquina y en silencio, disfruta al máximo el gesto de goce de Sabo. Se acerca gateando hacia los dos y le mete el índice a Sabo por el Culo. Él hace un sonido parecido al relincho, algo animal, instintivo. Carmela contempla cómo su placer se suma a los dos rostros de sus amigos. Inmediatamente, unos brazos enredan a Carmela desde el tobillo, unas manos finas que no tarda en identificar. Quetzal le babea toda la vagina, le abre el culo con las palmas, le respira en los bordes de su centro. Marco entra a la habitación, con un gallo en la mano, y al ver lo que está ocurriendo, se desviste y se apresura a penetrar a Quetzal. Él tarda unos segundos en encontrarle la entrada entre tanto y tan abundante vello púbico. Siento un hermoso escozor cuando finalmente entra en ella. Desde la cama al otro lado de la habitación, María estira el cuello hasta alcanzar los labios entreabiertos de Marco, y cuando los asegura, se mete tres dedos y empieza a masturbarse con rapidez. Un fonógrafo que suena afuera, lejos de la habitación, les arroja los restos de We Belong Together. Uno a uno empiezan a venirse, como fichas de dominó. Sobre el piso se entrelazan sus fluidos hasta conformar una sola materia, un solo aroma y un solo color. Y un solo reflejo.

Algo parecido al mercurio, en cuya piel baila una imitación cromosómica del mundo, un eje en el que, si se siquiera, podría girar hasta la luna. Una miel eléctrica y magnética.

—Feliz última semana de clases, putos—dice Carmela.

—Felices semestrales—dice Quetzal.

—Felices extraordinarios—dice María.

—Feliz suicidio simultáneo—dice Miguel.

 

Después de la orgía improvisada, sin apenas vestirse con lo básico para evitar la absoluta desnudez, cada uno se dirige a diferentes puntos de la casa. Quetzal se acerca a la estufa de la cocina y empieza a recalentar el café que quedó en unas tacitas medio vacías. Marco se tira en la alfombra de la sala, abre un tomo de Rayuela y busca una página marcada con plumones que forman un arcoíris en los renglones. Al encontrarla, arranca un pedacito y se lo pone bajo la lengua. Al ácido le tomará una media hora introducirse en su torrente sanguíneo. Carmela se tira horizontalmente sobre Marco, descansando las piernas en sus hombros. En su teléfono, continúa una partida de Minecraft que hacía años había dejado olvidada. Marco le acaricia y le besa los pies, mientras siente los retazos químicoalcalinos bailándole el paladar. Junto a la ventana de la cocina, Miguel abre una Polaroid y le mete un nuevo cartucho. Frente a él, María busca el gesto y la pose adecuadas. Se pega contra la ventana y pone cara de depredadora, los labios entreabiertos y los ojos entrecerrados. Las lluvias que se deslizan por fuera caen alrededor de su silueta y forman una especie de velo translúcido, un aura plomiza y fría. El flash y su rugido lumínico inmortalizan todo lo anterior. Inmediatamente después, cuando Miguel saca la foto y la coloca boca abajo sobre la mesa, María observa un globo desinflado en el piso. Leer lo que dice la superficie flácida la deprime.

¡FELICIDADES GRADUADA!

Felicidades… ¿por qué? ¿Por haberme ido a siete extras? ¿Por haber sido medioexpulsada? ¿Por meterme con una morra de primero? ¿Por no haber aprendido nada, ni una sola palabra?

—Suena como si quebraran el cielo…—Carmela tomó el fueguito del encendedor y lo puso bajo el termómetro. Afuera, durante varios segundos, un relámpago cruzó la noche. El mercurio empezó a subir. Ella le dio un beso a marco, de lengua.

—No mames, ya no hay cigarros, ¿Qué se supone que respire? ¿Aire? ¿fresco? Voy a la tienda…

—“Compra tu muerte, sigue fumando”—citó Carmela un anuncio antitabaco, que había leído en un pasillo de la preparatoria.

—¿Qué tan probable será que me caiga un puto rayo si salgo ahorita?

—Como sesenta y nueve por ciento, wey. Los rayos siempre caen sobre los más pendejos, pero eres demasiado pendejo para cualquier rayo, tendrían que impactarte dos o tres, uno tras otro.

—Igual, estoy tan drogado que no me daría cuenta si me caen veinte.

Marco busca sus botas, pero al ver el desastre que se derrama sobre el piso, compuesto por colillas muertas de Marlboro, hojas rayoneadas con labial, libros de todos los géneros, monedas de uno y dos pesos, bragas, sostenes, peluches, tierra de maceta, platos sucios, pétalos de flores marchitas, cables descarapelados, trozos de fósforo machacados, clips doblados, globos desinflados, cartuchos viejos de cámara, llaves, mochilas, condones semiusados, agujetas de zapatos, raíces y tallos de terrúyula, envoltorios de dulces, servilletas, curitas y trozos de uñas de los pies, se olvida de ellas y sale descalzo de la habitación. Antes de salir al pasillo, se recarga sobre el marco de la puerta y se talla los ojos.

—Siento que…la tierra dejó de girar. Y siento que nosotros tenemos la culpa.

—Ojalá—Carmela abrió su ventana y tanteó la lluvia con la mano. Sintió que lo que caía sobre su palma no eran gotas de agua, sino de vidrio, como una brisa de cristal molido. En la otra mano, una viscosidad metálica le mojaba los dedos. Se le ocurrió que sería lluvia. No se atrevió a mirar.

—Ojalá.

Cuando sale, inmediatamente después, Quetzal entra con el vestido abierto por delante. La tela se divide en dos frente a sus piernas y su torso y sus pechos y su cuello, dando la impresión de que toda la parte delante de su cuerpo había sido rajada y que lo que se veía era un cuerpo interno, de repuesto, por si el primero se moría. Además, junto al maquillaje, le rodaba lenta y triste una gota de sangre. Estaba tan drogada que se movía como alguien que había resucitado después de mil años muerta, y que ya no recordaba cómo se hacía eso de seguir viviendo un segundo a la vez. Miraba hipnóticamente un cuadro sobre la cama destendida de Carmela, un marco dentro del cual una letra cambiaba constantemente. Cuando empezó a verlo, la letra que aparecía en el cuadro era la C, pero después de unos segundos, fue cambiando, hasta ser h, luego una i, n, g, a, s, a, t, u, p, a, d, r, e. Cada letra tenía una tipografía diferente.

—¿Qué wey, te gustó? —pregunta Carmela, sacando un cigarro que tenía escondido en el pelo.

—No sé cómo sentirme al verla.

—Yo no supe cómo sentirme cuando la hice. A lo mejor por eso salió así. La hice con labial, café y menstruación.

—Sí se ve…oye, ¿me puedo acostar contigo?

Carmela extiende los pies hacia ella.

—Vente, bebé.

Quetzal da unos pasos y luego se derrumba sobre Carmela. Esta la rodea desde atrás con las piernas, le pasa los brazos por el pecho, la abraza con fuerza. Ambas se recuestan, una sobre la cama, la otra sobre la otra. Quetzal voltea hacia Carmela, y con los labios le indica que le convide de su cigarro. Carmela se lo pasa de boca a boca. Por un momento, el humo y el aliento se confunden.

—No puedo creer que esta noche se hayan terminado 3 años, wey. 6 semestres, 36 meses, 3 relaciones fallidas y un diploma en comunicación. No mames.

—Me siento como la morra más vieja del mundo.

—Yo siento que soy más vieja que el mundo.

Afuera, la luz de un relámpago explota sobre todo México.

—No puedo creer que esto haya sido todo, neta. Me siento estafada por el tiempo.

—¿Y sabes que es lo peor? Que no es justo. Tantas cosas que empezaron allí, pues, no mames, ¡deberían terminar allí! No puedo creerlo, no mames, Carmelita, se nos acabó, se fue, se fue, se fue.

Ahora una lágrima baja junto a la lágrima de sangre. Luego dos, y a lo mejor tres.

—Aquí estoy, mi amor, aquí estoy.

Carmela llora para demostrarle que ella también está ahí. Que todavía está ahí. Se besan.

—Siento que vas a desvanecerte, wey—las lágrimas forman parte de su voz—, siento que si volteo a verte ya te habrás ido. No mames, Carmela, no te vayas, no te vayas nunca.

Afuera, la luz de un solo relámpago dibuja la forma de un corazón roto. Por fortuna, ni Carmela ni Quetzal vieron ese relámpago. Ni lo escucharon.

—Te amo, te amo…

—Te amo…

—te amo…

—te amo

te amo

—te amo

—te amo

Beso. Beso. Beso. Beso. Lengua. Lengua. Mano. Cuello. Vello. Boca. Vello. Vello. Labios. Mano. Cabello. Silueta. Escalofrío. Boca abierta. Boca cerrada. Boca llena de boca. Mano llena de lengua. Saliva. Salivas. Apretar. Masajear. Meter. Sacar. Estirar. Abrir. Morder. Llorar. Nalga. Nalgada. Beso. Mano. Cachete. Ojo. Reflejo en ojo. Olor. Nariz. Sábana. Cae. Hormigueo. Rico. Más. Más. Más. Así. Así. Gustar. Gritar. Brincar. Acostar. Quitar. Mirar. Mirar. Mirada. Recordar. Extrañar. Querer mucho. Querer tanto. Amar. Amor. Llorar. Llorar. Llorar.

[Sueño rápido y confuso. Posible presencia de pulsiones sexuales a través de personajes animados de la infancia. Recuerdo inútil que por alguna razón todavía conservamos. Recuerdo importante que se mezcla con el inútil. No saber cuál recuerdo es cuál. Tener la idea de que esos recuerdos en realidad son falsos, o que podrían ser recuerdos, pero de otros sueños. Escena cardíaca de persecución en el pasillo de laboratorios. Sentimiento de ser superados hasta por nuestra sombra. Deseo profundo de muerte. Alucinamiento de la muerte. Conclusión del sueño]

Al despertar. Miguel no despierta tirado al lado de la cama, en donde se había dormido. Despierta sentado sobre el silloncito. Con una pipa vacía en la mano derecha y un encendedor en la izquierda. Despierta vestido, despierta a la mitad de una oración.

…—a mí me da que dormir es viajar en el tiempo.

—Yo no me pude dormir. No se puede llorar bien con los ojos cerrados.

—Llorar bien es para putos.

—¿Qué soñaste Miguel?

—Soñé una pesadilla.

—¿Qué soñaste?

—Soñé que ya no los amaba. Y luego que nunca los conocí.

Miguel comprobó, aterrorizado, que a cada segundo le resultaban más extraños. ¿Por qué Carmela se dormía con botas? ¿por qué Quetzal tiene sangre en el ojo? ¿Por qué Marco nunca ha tenido novia? ¿Por qué soy novio de Sabo? ¿Quién es él? ¿Qué este cuarto sucio y triste? ¿Qué hago aquí? ¿Qué hago conmigo. Por qué me duele tanto. Por qué tengo tantas ganas de abrazarlos. Por qué no me atrevo a abrazarlos. Por qué me cuesta tanto decirles…

—Los quiero mucho.

 

 

silencio

 

 

Carmela lo mira. Le entrecierra los ojos, le sonríe. Qué hermosa se ve al sonreír.

—Yo te quiero un chingo, Miguel.

—Yo te amo.

—Yo los amo, putos.

Miguel se sintió amado, por un segundo. Cuando miró, de lejos, al termómetro de Carmela, este marcaba cero grados. Se dio cuenta de que tenía frío. Abrazó a Sabo, pero le dio más frío.

Sobre el piso lleno de cosas, Carmela barrió con los pies hasta dejar un cuadrado hueco. Entonces extendió sobre la alfombra una cobija negra. De un maletín debajo de su cama, sacó unas bolsitas ziploc, con algo parecido a un híbrido entre plantas y hongos adentro. De las bolsitas sacó una especie de fruta fúngica, un ovoide rosado y lleno de picos punk. Carmela tomó la fruta con las manos y giró cada lado en direcciones contrarias. Adentro, las raíces organizaban en fila unas semillas rojas y membranosas, húmedas. Todas las semillas se veían exactamente igual.

—Aquí está, la poderosa.

—¿Es la que nos habías dicho en primero?

—Sí…

—¿Y por qué la consumimos hasta ahorita? Tuvimos toda la prepa y nos esperamos hasta el final…

—Porque si la comeremos ahora volveremos a vivir toda la prepa. En un solo segundo. Y el tiempo será lento y se detendrá totalmente en algunas partes de nuestra historia. Esta droga nos inducirá en un estado policronológico, es decir, todos experimentaremos el viaje al mismo tiempo, cada uno desde sus perspectivas.

—¿Y va a ser igual que como pasó? ¿Cada cosa?

—No. La terrúyula activa algo como una segunda memoria. Es el como quisieras recordar las cosas, que las cosas hubieren pasado así. O sea, las palabras que quisiste decir, dichas; los putazos que quisiste dar, dados; las lágrimas que quisiste llorar, lloradas. La persona que hubieras querido ser. La historia que ojalá.

Se miran los unos a los otros. Mirar a la fruta les produce vértigo.

—Morros, la terrúyula no es cualquier cosa. Es una droga seria. Yo jalo si ustedes jalan. Porque nos amamos, y no hay historia que nos pueda separar.

—El problema es que no será una sola historia. Serán las historias de todos. Todos los pasados imaginados juntos. A la vez. Dime si eso no te asusta, Carmela. Yo sé que te asusta.

Más silencio de ese difícil de rellenar. Quetzal le extiende la mano a Miguel, Miguel a Marco, Marco a Mariana, Mariana a Sabo, Sabo a Quetzal. Cada uno agarrar una semilla. Se la exprimen en los ojos, exactamente en el lagrimal. Era como lágrimas en reversa. Realmente era algo así.

Miguel mira el reloj sobre la ventana. De pronto la manecilla se duplica, y se vuelve a duplicar. Aumentan las manecillas a cada segundo. En un momento, el reloj tiene adentro tantas manecillas que ya no puede moverse. Las manecillas tiemblan, paralizadas unas junto a las otras. Alrededor de ellos, bajo ellos, en ellos, la tierra deja de girar.

Y luego gira en dirección contraria.

Acostada con los ojos girándole. Quetzal mira por la ventana, las huellas que la tormenta dejó en el mundo. Las cosas que cambiaron, las personas que desaparecieron, los sentimientos que nadie le enseñó a sentir. Porque hay que aprender a sentir los sentimientos. Porque si una no sabe cómo sentirlos, no los va a entender, y no los va a convertir en lo que deben convertirse. Y cuando vuelva a mirar el espejo, me seré más extraña que ayer.

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