Crónica: Unos ojos sobre el volante

 

Para Eduardo Estrada, el mundo amanece llovido. Gruesas gotas de agua se deslizan a través del cristal, y una especie de fango espeso chorrea desde la defensa de su taxi: un Toyota Camry, de un año tan lejano en el tiempo que el conductor ha decidido olvidarlo. El vapor que brota de su termo para el café no tarda nada en perfumar el interior de su vehículo, y un programa en la radio le habla sobre cómo, en la otra esquina de México, un cartel de narcotraficantes se apoderó de varios municipios. La aguja de la temperatura oscila en el centro del medidor, el motor tose como en una gripe mecánica, y la ventana frente a él se aclara mientras el parabrisas aletea. Lleva tanto tiempo al volante que ahora siente el carro como una extensión de su cuerpo, y ha aprendido a leer las calles de la ciudad en clave automotriz. Eduardo se siente seguro, se siente como en tantas otras jornadas, como otro día salido de la fábrica que es exactamente igual al anterior. No puede imaginarse que por la tarde, cuando lleve a su última pasajera, ese cristal humedecido por la tormenta se teñirá de su sangre, y que la defensa enlodada de su Toyota derribará un poste de luz en la Avenida Revolución.

Eduardo ha sido Taxista la mitad de su vida. Encontró al volante una salida para las múltiples deudas heredadas por su padre, un ranchero de Sonora que era adicto a los juegos de azar. Cuando tuvo el dinero suficiente como para pagar por los deslices económicos de su padre, ya se había hecho con una red clientelar sólida y afianzada en diferentes puntos de Tijuana. Y, además, había visto de todo. Recuerda con particular orgullo su escape de la balacera frente al Cañaveral, provocada por los desacuerdos entre facciones de los Arellano Félix. Recuerda, con una expresión de respeto, la vez que ayudó a un fantasma a volver a su hogar, cerca de Playas de Tijuana. Para él, los aparecidos no representan ninguna clase de miedo, porque son, como él mismo lo expresa: gente que se aburrió de estar muerta, y que nomás quiere echar plática con uno. Los vivos, por otro lado, esos sí me ponen a rezar. Esto lo sabe desde que empezara a conducir, allá por el 87, pero el relato que para él cristaliza su filosofía, ocurre más tarde, en el primer año del siglo XXI.

En la segunda semana de Enero, la congestión económica ocasionada por la temporada navideña empieza a resolverse, y poco a poco, el ritmo de trabajo se va reinstalando en las calles y esquinas de Tijuana. Son las 6:00 AM, hora a la que sale todos los días de Lunes a Sábado, y está listo para recoger en el Azteca a uno de sus más fieles pasajeros, un profesor de sociología del marxismo en la UABC. Mientras el licenciado le platica sobre las implicaciones geopolíticas del atentado a las torres gemelas, Eduardo esquiva con una maestría desinteresada las calafias y autobuses que pretenden monopolizar las banquetas. Entre subir y bajar de Otay, ya hizo una hora y media. A partir de ese momento, Eduardo elegirá con un sentido experto a los pasajeros que van a ocupar el asiento del copiloto hasta la una de la tarde. Las conversaciones aceleran el tiempo, y en cierto modo, desdibujan y resignifican el laberíntico tráfico de su ciudad.

Alrededor de la una y media, Eduardo deja a un mimo que trabaja cerca de Zona Río. Cuando el mimo juega a pagarle con un dinero invisible, Eduardo intentan seguirle el rollo, y le apunta a la cabeza con una glock imaginaria. El mimo continúa el performance y, aterrorizado, se vacía los bolsillos en busca de un billete de 200. Ambos ríen e inmediatamente después se olvidan el uno del otro. Años después, Eduardo descubriría, al recorrer aquella misma ruta, que había dejado a Moisés Olvera, un capitalino al que la ciudad había bautizado como Mimo Moy.

Después de almorzar en un pequeño restaurante de sopa vietnamita, Eduardo decide llevar a un cliente más antes de volver a casa para descansar previo a su turno nocturno. Una chica rubia y flaca, con la mitad de la cabeza rapada, le hace la seña. Eduardo había cultivado la costumbre de estudiar a sus clientes a través del espejo retrovisor, con el fin de evitar asaltos, desastres y otros malentendidos violentos. En este caso, por primera y última vez en su carrera, decide no hacerlo. Son las 3 PM, una maraña de gotitas frías rasguña el pavimento y Eduardo está a punto de convertirse en el protagonista de una película que podría haber sido escrita por Quentin Tarantino.

La primera punzada de inquietud es acústica: la chica tiene un acento extraño. Eduardo había llevado a campesinos chiapanecos, a bomberos oaxaqueños, a pescadores veracruzanos que ahora enlataban sardinas en fábricas costeras, y aunque todos sonasen distintos, había un rastro imborrable de mexicanidad en cada uno, la espina dorsal de un montón de voces que resolvía las tensiones y diferencias de la geografía. Sin embargo, las indicaciones toscas y mal dadas por aquella muchacha le llegaban en una especie de alemán-ruso hispanizado. Por añadidura, las indicaciones eran en sí mismas extrañas, e incluían vueltas en círculos, espirales, retornos y equivocaciones frecuentes: Quise pensar, pues bueno, la muchacha es turista y no sabe cómo orientarse, pero entonces vi que traía una mochila y que tenía la mano metida en la mochila, y uno como taxista ya sabe lo que eso significa… Entonces suena el teléfono de la muchacha, y el ringtone es como el himno de alguna secta extraña y profunda, antigua. Empieza a hablar en un idioma que no sabe cuál es, mientras alterna sus ojos entre Eduardo y la mochila de campamento que lleva sobre las piernas. 

Eduardo tiembla tras el volante. Ni toda la experiencia que puede adquirirse a través de años de dedicarle la vida a una sola cosa pueden borrar ese nervio primitivo, esa raíz que nos ancla al miedo. Sabe que puede morir, sabe que morirá si no actúa. En ese momento, se da cuenta de que la muchacha sí sabe a dónde lo está llevando, y él identifica las luces bicolores de una patrulla municipal. Pisa el acelerador, y el tiempo se acelera en un vértigo insoportable. Gira el volante, rechinan los neumáticos. La calle lavada por la lluvia proyecta el taxi contra la defensa de una patrulla tipo pick-up, y después contra uno de esos postes de la banqueta que parecen lunas empaladas en fierro. Su rostro choca contra el volante y un diente se sale de su sitio. Entre el humo y la sangre, consigue abrir la puerta del carro y salir arrastrándose hacia los oficiales que le apuntan con pistolas: …y ya me ves ahí, todo sangrado, jajaja, intentando explicarles a los placas que esa morra iba a asaltarme, que traía algo en esa mochila y que pensaba hacerme daño con eso. El pinche policía culero me amenazó que, si le estaba mintiendo, me iba a poner la putiza de mi vida… Cuando la registraron, la muchacha, que resultó ser una neonazi, llevaba un machete carnicero y un mapa mal doblado de la zona centro: te iban a chingar ella y su bato, pinche gordo, le dijo el policía a Eduardo, te iban a filetear ella y su novio…de la que te salvaste.

Esa noche, Eduardo no trabajó su turno nocturno. Volvió a su casa cerca de las 5 y media de la tarde. No se atrevió a contarle nada de esto a nadie hasta que habían pasado un par de años, y la cicatriz psicológica del suceso había empezado a cerrarse. Ahora las rutas que recorre son distintas, porque Tijuana es otra. Según él, Tijuana es una ciudad extraña porque crece hacia adentro de sí misma, como en una implosión urbana desorganizada y caótica, y las rutas que él quisiera fueran permanentes no tardan en marchitarse debido al tráfico, a la vejez del pavimento o los globos rojos de inseguridad que le han ido brotando a nuestro mapa. Nunca supo por qué aquella muchacha neofascista y su novio querían matarlo: y sinceramente, mijo, no lo quiero saber. 

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