Mercurio entre las patas [I]
Púbico de Primavera.
—No sé cómo empezar esa madre, no se me ocurre una
buena forma de iniciar a contar cualquier cosa. La transición entre no contar
nada y contar algo es un sentimiento muy raro, no me acostumbro. Lo que sí sé
es el nombre, wey, se llama Púbico de Primavera. Está inspirado en cuando me
cogí a Quetzal por primera vez, está inspirado en su vagina. Hay como seis
páginas que sólo son una descripción de su vagina. Páginas-vagina. ¿verdad,
Quetzal? ¿Quetzal, te acuerdas cuando cogimos? ¿te acuerdas, morra?
Al otro lado de la habitación, Quetzal estaba en
otra parte. Una anomalía cortocircuitaba su sangre, que ahora iba en dirección
contraria. Sus venas se movían inquietas bajo los brazos, y sobre los brazos,
piquetes de mosquitos le estriaban la piel. Un alacrán agonizaba junto a su mano,
con la cola rebanada. La cola del alacrán le bailaba a Quetzal en los labios,
en la comisura, y el humo de su punta se elevaba como la fumarola de un volcán,
amenazando con despertar.
—Carmela, baja la voz, amor, vas a despertarme. Shhh…
Carmela se mordió los labios y se rasguñó las
piernas, entrecerró los ojos, se abrió el brasier. Gateando, se acercó hasta
Quetzal, le desabrochó los pantalones de lamé y se subió a su cintura. En un
movimiento que nadie sabía cuánto había durado, Quetzal volvió a llenarse la
boca con el humo del alacrán, y le escaldó la lengua un sabor como a piedra
tatemada. Carmela acercó los labios y Quetzal le respiró en toda la boca, y así
jugaron con el humo, devolviéndoselo hasta diluirlo con sus alientos. Carmela empezó
a besarla y a masturbarla con la punta de los pies, haciéndole cosquillas en el
clítoris, doblando sus piernas en arcos extraños. Mientras Quetzal gemía,
Carmela miró hacia Marco, tirado al revés sobre el sillón de la esquina. Les
apuntaba con la lente de la Polaroid, y daba la impresión de que la
cámara sobre su cara lo transformaba en un extraño cíclope de mecanismos. Miguel
se acercó al alacrán moribundo y lo llevó hasta una barra junto a la cocina, lo
depositó en un molcajete y lo empezó a machacar junto con brotes de marihuana.
Sabo, junto al fonógrafo, subrayaba con un marcador una copia de Trópico de
Cáncer, buscando todas las oraciones en que el protagonista hablara sobre fornicación. Carmela se tensó y se elevó sobre sus brazos y piernas, y desde el plano
que tenía Miguel, parecía que una gigantesca araña prieta caminase hacia él
sobre el techo. El cabello le colgaba sobre la cara y se columpiaba sin gracia,
los movimientos eran más contorsiones, extrañas formas de flexibilidad. Se
acercó tanto hasta que el interior de su boca acaparó la fotografía. Miguel se
mordió la lengua, pulsó el obturador. El flash fulminó a Carmela y esta cayó
tendida sobre el piso, sobre los pechos de Quetzal, que otra vez estaba lejos
de ahí. Miguel metió su mezcla mágica en una pipa de cristal y la flameó
brevemente. Quetzal abrió los ojos y le pareció que la habitación giraba, y que
todos sus amigos ocupaban cada uno una pared distinta. En el techo Sabo junto a
su libro, abajo Miguel y su pipa de alacrán, en la pared derecha junto a la
ventana, Miguel colgando del sillón con su cara de cíclope fotográfico, a la
izquierda, Carmela moviéndose animalmente como araña. ¿Y ella dónde estaba?
Flotaba en medio de todos y las paredes se movían como piezas de un cubo Rubik
que no podía resolverse. Quetzal se levantó, pisando las escaleras que le
tendía la gravedad, y subió hasta el techo, hasta Sabo junto al fonógrafo, se
agachó y movió la ruleta que controlaba el volumen. Una voz borracha e hinchada.
The face in the mirror won't stop
The girl in the window won't drop
A feast of friends, alive she cried
Waitin' for me
Outside
Abajo, sobre Quetzal, Carmela tomó una lámpara y se
puso a interrumpir la luz con el cuerpo, de modo que la sombra manchase su lado
de la habitación. Quetzal encendió la linterna de su celular e hizo lo mismo, consiguiendo
que las dos sombras se hallasen. De modo que comenzasen a besarse y a
desvestirse. Las sombras crecían entonces como humedad sobre la pared, como
siluetas de acuarela. Una sombra se quitó las bragas, otra se desabrochó el
sostén. Una sombra se subió encima de la otra y luego hubo un amasijo de
extremidades indistintas, un cuerpo nuevo. Ya las sombras jugaban separadas de
sus respectivos cuerpos, y salieron hacia el pasillo. Quetzal y
Carmela se abrazaban. Por primera vez en la noche, Sabo abrió la boca para
hablar.
—Hay una mamada, en semiología, que habla sobre los
dos lenguajes en que está escrito un libro, Carme. El primer lenguaje de este
libro, por ejemplo, es el español, las letras pues, que serían como los huesos
y cartílagos del español. Pero el segundo lenguaje es el que sólo su autor
puede hablar, la forma en que organiza las palabras, en que las descarta y
selecciona, su forma de descomponer un suceso en palabras, ese tipo de mamadas.
Cuando escribes no es sólo que hagas tu propia versión del español, sino que
tus manos hacen su versión de tu versión del español, y luego los ojos, los
miles de ojos que leen lo que hicieron tus manos, cambian y desmadran todo.
—¿Qué chingados estás diciendo, wey? —Le responde
Carmela, acariciando la espalda de Quetzal.
—Morra, pon la otra canción, una que decía algo de Underground,
¿cuál era? La que decía algo de Door, pero no eran The Doors, no mames, ¿cuál
era?
Miguel caminó hasta la vitrina, llena de extrañas fotografías en marcos cincelados. Tomó una que le hipnotizaba.
—Mariana, ey, ¿estás quiénes son? ¿son tu familia? Se ven pachecas, luego luego se ve.
Miguel alzó la foto sobre su rostro para que todos la vieran:
De repente, Mariana entró a la habitación. Estaba
completamente desnuda y llevaba un gatito negro entre los brazos. Se movió
como una de esas bailarinas que patinaban sobre el hielo. Esquivó los cuerpos
sucios tirados en su sala hasta llegar al estante, repleto de fundas de vinilos
y miniaturas de cuadros famosos. En el fonógrafo, crecía la voz de Lou Reed,
mientras decía algo sobre la heroína. De la parte trasera de un capricho de
Goya, ése en el que salían murciélagos de la cabeza de una persona dormida,
Mariana tomó un cuadrito de LSD, estampado con la colorida sonrisa de Marylin
Monroe. Lo toma con la yema del índice, intentando no tocarlo completamente. En
la otra mano lleva el vinilo de The Doors. Se arrodilla sobre el
fonógrafo, Miguel le empieza a chupar la miel que se le había pegado entre los
dedos del pie. Quetzal, frente a una película de Thomas Vinterberg que habían
puesto en Netflix, trozaba una mata de marihuana usando dos utensilios de
plástico. Dejó caer la mota desmenuzada sobre la portada de Trópico de
Cáncer, una fotografía de una bailarina brasileña que bailaba con las tetas
al aire. Quetzal tomó un puñito de la hierba y la enfiló a lo largo del blunt. Con las piernas, alcanzó la cabeza de Miguel y lo arrastró hacia
ella, le metió las manos a la boca y se llenó los dedos con su saliva, luego la
mezcló con su propia saliva y fue sellando el churro hasta que quedó
compactado. Carmela bajó la aguja del fonógrafo hasta que tocó el vinilo. Se
subió a la barra de la cocina y empezó a subirse la falda. Bailaba.
—¿Sabían que a mí me querían para el Hong Kong?
—sus tobillos giraban— Me querían porque me muevo bien
rico y porque estoy bien buena. Pero ustedes saben que yo no apoyo esas mamadas
de la prostitución, así que tuve que decirles…tuve que decirles que me comieran
las trompas.
—No mames, ¿se acuerdan cuando Carmela retó al
pendejo de See Saturn a ver quién se acababa primero la caguama, y el
pendejo ese se vomitó encima de su novia? ¿Esa madre fue cerca del Hong Kong, ¿no?
Arriba, Carmela se reía a gritos, con esa risa cruel
y grave lijada por el Marlboro. Mariana se
frotaba la entrepierna contra la alfombra y gemía casi tan fuerte como la risa
de Carmela.
—No mames, wey, yo me cogí a esa morra cuando terminó
con ese pendejo, me la cogí en BI, neta…
—¿Cómo te la podrías coger si ni verga tienes,
pendeja?
Carmela se bajó de un brinco de la barra.
—¿Quieres ver que tengo verga, pendejo? Y mira, la
tengo más grande y más dura que tú, pinche pendejito—Carmela se bajó las bragas
y tomo su clítoris entre los dedos, un largo trozo de piel rojiza que se
erectaba sobre los púbicos prietos. —Con esta madre te quiebro, pendejo,
¿entiendes? Te la meto por el culo y te sale por el hocico. No como con tu
pinche noviecito y sus tres pulgadas, que tienes que jugarle al actor porno
para convencerlo…
—No mames, Carmela, ¿por qué dices eso?
—Porque se me hinchan los huevos, que también tengo
y también más grandes que los tuyos. Súbanle a la pinche música.
Volvió a bailar hasta el fonógrafo. La voz de Jim
Morrison parecía un grito de auxilio. Marco había tomado las bragas de Carmela,
que estaban tiradas junto a un frasco de mermelada de durazno. Se habían
manchado con la jalea, y tenían gotitas de flujo y pequeños pelos que se habían
enredado entre la tela. Marco tomó el tomo de Trópico de Cáncer, se
enrolló alrededor de la verga los calzones de Carmela y empezó a masturbarse,
haciendo sonidos guturales, viendo a la mujer de grandes pechos, alucinando que
bailaba y le apretaba los pezones duros contra su boca seca. Mariana se puso el
cuadro en la lengua y luego lamió la lengua de Quetzal, dándole el otro lado de
Marylin Monroe. Miguel se embadurnó la verga con miel, se arrastró hasta Sabo y
le metió la verga en la boca, con una erección que sintió tendría para siempre.
Carmela bailaba sobre la barra, embarrándose los pies con salsa marinara y polvos
de café. Ella ondulaba, parecía que su cuerpo, la zona alrededor de su piel, se
había sumergido en una ingrávida forma de agua, y ondulaba. Marcó gritó, dejó caer el libro, su
eyaculación recorrió el cuarto como brisa hervida, y le cayó en la
cara y los pechos a Carmela. Carmela giró y giró a velocidades impresionantes,
hasta que se convirtió en un manchón diluido con las sombras, hasta que las
gotitas de semen quedaron salpicadas en todos los muebles de la habitación. Se
bajó de un brinco y aterrizó sobre el pecho de Marco, que daba fuertes
bocanadas de aire. Carmela le desenrolló las bragas del pene y aspiró su aroma,
una mezcla de durazno y sudor y semen y labial. Se las metió a Marco hasta el
fondo de la garganta cuando este aspiraba oxígeno. Lo empezó a ahorcar y cerró
las piernas sobre su cintura. Se balanceaba sobre él, frotándose, dejándole una
humedad espesa en los mulos, brincando y cambiando el ritmo de sus movimientos.
Marco veía la lluvia estrellarse y explotar contra el cristal de la ventana,
las gotas se fracturaban, multiplicándose sobre los reflejos que bailaban a la
luz del vidrio. Carmela le mordía la clavícula, le hacía chupetones juntos a
los pezones. Carmela sentía un cosquilleo delicioso que le recorría la
entrepierna y le acariciaba las orejas. Saboreaba cada tramo de verga, sus
labios vaginales tenían papilas y degustaban aquel trozo de carne rígida y
caliente. Sentía que iba a explotar, en cualquier momento, que cualquier gemido
se convertiría en grito y el grito en detonación. Mientras pensaba en maneras
de no acabar violentamente, miraba el culo perfecto de Miguel, que ya se
contraía sobre el ano lubricado de Sabo. Tenía un culo espectacular, sin duda,
redondo, torneado, firme y al mismo tiempo flexible. De pronto deseó a Miguel
dentro de ella, a su reata rodeada de gruesos vellos mojados con saliva, la
deseo dentro de ella y se metió sus propios dedos para acercarse a la
imaginación, para intentar estar más cerca de su fantasía. Sabo gemía con
jovialidad, satisfecho. Carmela sintió que, a cada nueva penetración, Marco le
alisaba los pliegues de la vagina, que se la estaba reconfigurando. Haciendo un
ejercicio que practicaba antes de dormir, apretó los músculos de la pelvis,
actuando como una boa constrictora, oprimiendo el glande perlado de Marco,
obligándolo a retroceder en su ímpetu sexual. Marco sentía cada fracción de
ella, sentía que todo él estaba dentro de su vagina y que el sudor que le
abrillantaba el cuerpo era el jugo sexual de Carmela. El aire de la habitación
eran aromas alcalinos, el clorífico perfume del esperma, el látex industrial de
los preservativos, el café, la miel sucia entre los pies, marihuana carbonizada
en los calores de los cuerpos, un olor eléctrico de ácido, de jugos
cefalorraquídeos, como volver la nariz hacia el corazón y oler la sangre a todo
galope. Oler las venas y las arterias conjugar la adrenalina y distribuirla
entre los sistemas, trocitos de naranja enredados en el cabello, pintura
acrílica secándose, maquillaje corrido o a punto de correrse, lágrimas de
placer, lágrimas que corrían desde el clítoris y la uretra, nostalgia
sensorial, ansiedad, miedo al futuro, rechazo, deseos de morir, ganas de ser
olvidada, olvido, olvido, olvido. Mercurio derretido, tengo mercurio húmedo
entre las patas. Húmedo mojado. Mi útero se incendia y se derrite. Nada me
salvará de mi calentura. El termómetro se hincha hasta reventar, porque soy un
volcán que está despertando. Flujo fluye fluido. Magma mercurial, agua de sol,
llanto de subsuelo. Venirme adentro de él, es llorarle a su corazón, es sólo
otra forma de llorar. Eyacular es llorar, ¿no? Y sangrar es llorar también. Y
hablar es llorar despacio y mirarte es llorar sin lágrimas. Llanto seminal,
llanto menstrual, llanto cuántico y llanto seco. Te veo, te veo, sé que estás aquí,
conmigo, pero sin mí, juntando tu soledad a la mía, arrimándonos las tristezas,
acariciándonos sin tocarnos melancólicos. Tu aliento bailándole a mi aliento.
Dos atmósferas, dos planetas en plena colisión. Bajo hasta el fondo de tus
cráteres, al séptimo círculo de tu infierno, donde me devoras,
—Amor, te quiero tanto, te quiero como nunca me
querré a mí. Te quiero como nunca me querrás. Aférrate, agárrame, tócame aquí
abajo y aquí adentro. Mira lo que mi cuerpo siente cuando lo atraes hacia el
tuyo. No es normal, nunca me había pasado. No volverá a pasarme.
—Ahórcame…
La habitación se quedó sin aire. La luz salió por la ventana. Nada iluminó lo que hicieron.
Ufff, cachondeo astropoético. Me vine... <333
ResponderEliminarasí andamos, guapo, no hay de otra más que scribir para bajarle al termómetro
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