El apodo es la metafísica del nombre

 




No somos objetos, por eso no nos funcionan los nombres. Nosotros llevamos apodos, y eso tiene más sentido. El nombre es denso, no lo deshacen ni el tiempo ni el sufrimiento, ni la vida. Pero los apodos se van, crecen, cambian. Nadie tiene un solo nombre, porque nadie es el mismo siempre. Algo cambiará, algo se irá de nosotros. Quizá el nombre alguna vez fuera nuestro, quizá cuando nacimos y separamos los párpados para brincar al mundo. Pero ya no somos aquel bebé, ese bebé ya no existe. Su nombre tampoco existe. A mi amiga, Danny, le decimos La Flaca, porque cuando la abrazamos, sentimos que nos falta más de ella, que no la estamos abrazando toda, que está flaquita. A mi primo, Ernesto, me da por llamarlo Ernest porque su valentía y su aventura me recuerda a la biografía de Hemingway. Y alguna vez alguno de los dos (o los dos) desaparecerá, será otro, ya no responderá al mismo nombre. Siempre estamos dejando de ser para seguir siendo. A mi novia le digo Gat, porque la veo caminar y bailar y reír, y sé que en su vida pasada, en el cuerpo que ya no habita, ella era una gata. Yo sé que nunca he sido un gato, pero tal vez algún día, tal vez en otra vida. Y tal vez en algún momento ambos seamos gatos a la vez. Por eso la sigo llamando Gat, para que no se me olvide en qué animal buscarla cuando nos hayamos ido. A veces el apodo nombra lo que seremos, otras lo que hemos sido, y algunas, muy pocas, nombran lo que nunca seremos. ¿Hay manera más bella, más humana, de salir del laberinto de palabras que es el mundo? Antes de nacer, son dos ajenos los que le ponen el título al texto improvisado caótico que serás. Pero cuando estás aquí, tú eliges tu nombre, eliges a la persona que elegirá tu nombre contigo. El apodo es el auténtico nombre propio. 

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