Kim Kitsuragi: El silencio simétrico.

[...] Cuando las estrellas tiraron sus lanzas
Y mojaron el cielo con sus lágrimas,
¿Sonrió al ver su obra?
¿Aquel que hizo al cordero, te hizo a ti?
¡Tigre! ¡Tigre!, reluciente incendio
En las selvas de la noche,
¿Qué mano inmortal u ojo
Pudo trazar tu terrible simetría?
—William Blake, El tigre. 


Ensayos sobre Disco Elysium. I. 

No deja de llamarme la atención el hecho de que, en una ciudad construida con voces, en la que toda forma de comunicación está subordinada al habla, nuestro personaje, Harrier du Bois, carezca de una. Porque al hablar, son la electroquímica, la voluntad la autoridad y la inteligencia quienes se pelean por el dominio de nuestras cuerdas vocales. Sin embargo, el llamado individuo, el reflejo que nuestro mundo interior le presenta a Revachol, no dice una sola palabra. Ya me he referido a esta circunstancia en anteriores textos, pues se trata de un rasgo que convierte a Disco Elysium en un videojuego post-humanista, es decir, un videojuego que ya no lleva por delante el relato del individuo. Nuestras identidades no son voces únicas que se elevan por encima de la multitud, sino una multitud de voces en sí misma, una lucha dialéctica constante por ver cuál de nuestros pedazos se adelanta y se adueña del micrófono. La ausencia de un sonido propio que salga desde la garganta del detective es una prueba de su fragilidad identitaria, y por ende, de la nuestra. Nosotros, sin embargo, no somos el detective. Somos su ausencia de presencia, su revolución inaudible, su grito carente de palabras. Somos las furias para las que no hay tregua, esas que habitan en el espejo.

Junto a nosotras, a lo largo del tiempo que dura la partida, se alza una voz hermana. El acento afrancesado y monofónico del teniente Kim Kitsuragi es la simetría de nuestro silencio. No es casualidad que sea el motor rugiente de su Coupris Kineema la alarma que nos despierte de la resaca. Ese signo de su existencia, el sonido que emite y que lo confirma, es la primera señal de que no estamos solas, de que a pesar de la depresión y el síndrome de abstinencia y la nostalgia patológica por un pasado que no recordamos, vamos a recorrer el mundo junto a otra. Es también la primera de muchas formas retorcidas y caóticas de simetría que surgirán entre nosotras y él. La voz es lo que escuchamos primero, un ejercicio que apenas necesita de interpretación. Después de la voz emergen las palabras. Después de la presencia, el significado de la misma. ¿Y qué significa para nosotras Kim Kitsuragi?

Hay una fórmula narrativa de la ficción policial que nos hecha algunas luces con las que buscar la respuesta: la pareja de detectives. En True Detective, por ejemplo, Rust Cohle y Marty Hart son un anverso y reverso filosófico, el nihilismo que se contrapone al pragmatismo, y que la serie utiliza para alimentar sus preguntas y conflictos. En Mindhunter, Holden Ford y Bill Tench encarnan una relación más psicológica que filosófica, siendo la edad de ambos un pilar sobre el cual se construye un vínculo paternofilial, directamente relacionado con el aura psicoanalítica de la serie. Narcos plantea a través de la nacionalidad de Javier Peña y Steve Murphy el conflicto cultural e histórico entre América Latina y el imperialismo Estadounidense. En este último ejemplo, la voz cristaliza esa relación, cuando Murphy amenaza a un trabajador de Pablo Escobar, hablando en un español diabólico y crudo, mientras le dice que él es su patrón, comunicando la idea de que la guerra contra el narcotráfico emprendida por Norteamérica es en realidad una guerra contra Latinoamérica. En este sentido, la voz abandona su posición pasiva, deja las bambalinas y protagoniza el momento. La voz se vuelve un instrumento político, una herramienta de dominación. Mientras que la voz de Javier Peña, a pesar de ser policial, todavía es capaz de empatizar con la situación de sus paisanos sin caer en el abuso de autoridad, Murphy abraza ese subtexto fascista y colonialista que, en el fondo, representan todos los cuerpos policiales del mundo. 

En Disco Elysium ocurre algo similar. A pesar de que la ciudad de Revachol está poblada por una multitud de voces ideológicas, hay una evidente predilección por el comunismo post-soviético. El juego, en reiteradas ocasiones, nos enfrenta con los fantasmas y los esqueletos de una comuna brutalmente aplastada, y nos orilla a comentar al respecto. Si elegiste, como la mayoría de la1as jugadoras, una agenda comunista, será Kim Kitsuragi quien te señale tu contradicción. 

—¡Yeah, fuck the police!

—But...we are the police.

Un policía no puede ser comunista. Basta con voltear a ver el actual conflicto de masacres de civiles perpetradas por el estado que sangra a Colombia para darnos cuenta de esto. La policía existe para defender con su vida la propiedad privada, los intereses del comercio y el estado, por lo que un policía ultranacionalista o neoliberal no tendría tantos problemas para aceptarse a sí mismo.  Nuestras palabras van en contra de la voz que las materializa. Somos ontológicamente autoritarios, represivos, fascistas. Por eso existe Kim Kitsuragi; él es la voz, nosotros somos las palabras. Igual que el rugido de su vehículo, su voz es el ancla que nos ata a la realidad, que nos salva de perdernos, guiados por los espejismos de la izquierda política, digeridos por  l o  r e a l. 

Ante el radicalismo escandaloso de nuestras posturas políticas, Kim es el megáfono de los moderados, un antiguo moralista y humanista, que ahora se limita a seguir haciendo su trabajo. A caminar sin desviarse de los pliegues de la historia. Sin cuestionarse en exceso lo que ocurre, sin perder de vista su lugar en el rompecabezas sociológico. Durante nuestra primera noche de trabajo, con la ciudad dormida frente a nosotras, el teniente nos avisa que él no opina sobre las circunstancias, no las interpreta ni las analiza porque se trata de hechos, y sólo cuando los hechos empiezan a cambiar es cuando vale la pena hablar sobre ellos. La existencia para él no es un problema que deba ser resuelto, y la identidad no es ningún enigma. Él ya tuvo tregua para sus furias. Ya no se desconoce al mirarse con el del espejo. Su voz le pertenece auténticamente, sus palabras y sus fonemas trazan una perfecta simetría. Nada que ver con nosotros, ninguna semejanza con nuestra duda. Quizá por eso, el videojuego de la impresión de ser discursivamente ambiguo, dando a pie a muchas conversaciones sobre su naturaleza. Kim Kitsuragi parece ser, en principio, un analfabeta político, pero luego se manifiesta contra el racismo o contra el anarquismo, y entonces no queda tan claro. Harrier du Bois es una retahíla de consignas comunistas escindidas de una auténtica consciencia de clase, es un cascarón vacío al que se le ha intentado llenar con ideología, alcohol y saudade, que lo mismo interioriza teorías racistas pseudocientíficas como se pone la bandera de aliado feminista. El resultado es esa mezcla heterogénea y difusa, que contrasta con la calma y la precisión de Kitsuragi. No es que él sepa quién es, es que no necesita preguntárselo constantemente. Se siente seguro en su piel. Por eso es tan necesario para nosotros, por eso, a pesar de ser nuestro absoluto antónimo, funciona como reflejo sustituto. Al menos hasta que la simetría se desplace y no tengamos que buscarla alrededor, sino dentro de nosotros mismos. En el Elysium. 

Curiosamente, este momento ocurre. Se trata de una tarea secundaria, de esas que se arrastran desde el principio y que asumimos que acabaremos cumpliendo en algún punto o en otro de manera accidental. Pero es diferente. La misión secundaria del karaoke es casi tan larga y tan exigente a nivel psicológico como la de la búsqueda del fásmido infrasónico. Es como ir en busca de nuestra voz. No sólo hay que encontrar una canción digna de hacernos hablar, hay que despejar una noche para hacerlo, un momento en que se entrecrucen el alcohol y la melancolía. Sólo entonces nuestra voz sucede. Y cuando los primeros acordes de The Smallest Church in Sant-Denis trepan las esquinas del Whirlin in Rags, hacemos una interpretación del silencio, una que puede ser un auténtico triunfo, producto de la correcta cantidad de hormonas recorriendo nuestra sistema nervioso, o de una vergüenza ajena que nos conquiste y nos haga llorar. Aquí viene como anillo al dedo el último videoensayo que Hugo Gris le dedicó a Kentucky Route Zero. Hugo, a través de sus lecturas sobre literatura hipertextual, hace eco de la pregunta: ¿para qué queremos obras interactivas? Él ofrece una respuesta: las queremos para cantar. En KRZ, Too late to love you nos permite compartir la autoría de una canción dedicada a ese eterno alguien que ya no está. En Disco Elysium, más bien parece que la que nos hace falta somos nosotras mismas; que allá afuera, entre el agua densa de los juncos y las volutas de tabaco y esmog, andamos desorientadas, buscando en nuestra memoria el camino que nos lleva de vuelta hacia el yo. Y puede que la canción, que en sus dos formas posibles de ser cantada suena con innegable fuerza, sea un llamado primitivo y réptil, un canto para atraernos, para volver a confiar en lo que somos, para no tener miedo de serlo. 

Es en ese preciso instante, tocadas por las luces de una bola disco, irónicamente descompuestas en mil por sus espejos globulares, que más nos acercamos a lo simétrico. Somos gente rota, estamos destruidas y vaciadas de expectativas por nada. La revolución apasionante ha perdido forma y de ella sólo quedan nuestros intentos de eco. Arrastramos el cadáver de una ideología cubierta por el polvo del tiempo y la historia. Quizá sea momento de replantearnos el comunismo, de lavarnos la resaca de encima, y pensar en cómo el capital se ha diversificado y conjugado con los engranes de la posmodernidad. Sea como sea, la canción termina y la sensación germina en nuestro laberinto de voces. Hablaremos de ella en el próximo ensayo. 



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