El estudiante payaso



Debiera existir algo así como un cartel de advertencia antes de iniciar el proceso de inscripción a una universidad. Uno tiene la sensación de que algo anda mal desde que ingresa en las instalaciones, una cierta premonición de que todas esas retóricas de veinte pesos, más que significar conocimiento transmitido, tejen una red de fronteras semánticas, cuadriculando la consciencia crítica del estudiante. Conforme este cáncer fonético se infiltra en los procesos cognitivos más básicos del susodicho, va cuajando una especie de juego de rol no-sexual, en el que el profesor opera como amo del calabozo, como un dominatrix académico, que sodomiza con textos de pdf al voyerista inútil que día tras día, materia detrás de materia, le escucha hablar (si es que le escucha) y asiente con gesto estúpido. No es sólo que, ciertamente, parece que existen maestros a los que se les paga por escucharse hablar a sí mismos durante hora y media, construyendo monólogos estériles de espíritu crítico pero rebosantes de autoestima, auténticas autofelaciones que duran lo que una clase completa, también es entonces que el baboso profesional, el amaestrado depósito de carreras muertas, separado de cualquier posible ruta de aprendizaje que contradiga o refute lo que se le está enseñando, absorberá sin dudar lo que sea que le pongan enfrente. 

Sería igualmente idiota, desde luego, ver esto como un problema que brota de los individuos, y no de la institución cuasi-carcelaria que es la universidad. ¿Qué otra alternativa le queda a una juventud que mira cómo su horizonte existencial se incendia entre sequías, guerras, represión y pobreza pandémica? La ansiedad y la depresión infectan a cada vez más personas de cada vez más edades, e incluso esos adultos alejados de nuestros círculos, que sólo peleaban contra el estrés, ahora tienen que hacer marometas para incluir en su cuadro clínico la tristeza y la incertidumbre. Común es el chiste de que todas las carreras son las mismas, porque todas son un callejón sin salidas laborales. Sin embargo, la mayor parte de esa comedia apunta al período culminante, al infierno burocrático de la titulación y el servicio profesional, ¿qué pasa durante el proceso de llegar hasta ahí? ¿Qué hay del cuerpo de la carrera? ¿No se sufre lo suficiente? Un servicio social que, a falta de oportunidades presenciales, se reduce a donativos monetarios que sangran considerablemente la economía del alumnado. Un sistema de asignaturas diseñadas para colonizar el tiempo y la mente, dejando de lado el sentido pedagógico, crítico y lúdico. Una constante preocupación por procesos de reinscripción que no paran de ser más costosos a cada semestre, una cura sobre morirse de hambre que va transformándose en miedo. 

Todas esas son cosas que ya estaban pasando. La pandemia, como un macabro suero de tiempo, simplemente las aceleró. Las acusaciones de las compañeras sobre acoso sexual y hostigamiento, que antes quedaban relegadas a los cajones administrativos y las llamadas de atención ineficaces, se transforman en funas, en gigantescos aparatos mediáticos que, irónicamente, consiguen más justicia que los llamados "debidos procesos". El abuso de autoridad, la extrema altanería y condescendencia, esas son cosas que vienen como un extra dentro del paquete. Desde luego, estos episodios de fuerza digital colectiva siguen siendo insuficientes, en tanto que no constituyen la hegemonía institucional, sino una vía alternativa que es, a menudo, mal vista por el grueso de la sociedad. Mientras tanto, el estudiante sentirá miedo de levantar la mano para expresar desacuerdo, de alzarle la voz a su maestro como si se tratara de su padre el católico conservador, de redactar trabajos desafiantes para el autoritario sistema de evaluaciones. Es así que, por ejemplo, el joven literato analizará el versito de un poemita, y debatirá durante toda la clase sobre cuál es su significado, mientras que, en el resto del mundo, la teoría literaria sube la apuesta hacia la lectura de la estructura del texto, hacia la hipertextualidad y la metaficción transmediática. 

Y como eterno payaso, convencido de estar siendo iluminado con una verdad divina pero secreta, el alumno soporta toda esa carga. Más aun, la convierte en motivo de orgullo. Es entonces que las ojeras se transforman en medallas, las horas sin sueño en moneda de cambio, los episodios de ansiedad en potentes afrodisíacos sociales. Y mientras este se rehúse a ver de frente su propia precariedad, a organizarse y articular políticamente sus intereses, los chistes sobre su tristeza seguirán siendo el núcleo de sus conversaciones. Es así que se prepara, mental y físicamente, para ser constantemente vejado, ninguneado en su calidad de persona humana, explotado y dirigido por fuerzas que dice entender. No sorprende que, ya en 1977, la Internacional Situacionista declarase que: Desde ahora, el estudiante da risa. 

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