Kentucky Route Zero. Futuros que se fueron. [Guión procedimental]


El futuro se nos fue. Hacía rato que se nos estaba yendo, alejándose restrictivamente de nuestras vidas, huyendo a velocidades escalofriantes. La pandemia aceleró eso que ya estaba pasando, y solamente necesitó recluirnos para confirmar la ausencia. Desde luego, también están los que tuvieron el privilegio de ser explotados durante el despliegue del virus, aquellos que deben dar las gracias por ser esclavizados a pesar (y debido) de la pandemia, e ir barajando el devenir de sus vidas: una muerte entre no-suspiros o una muerte más lenta pero igual de dolorosa, que es el abandono del barco económico, el buque neoliberal al que llegamos tarde y que nos abandona a una suerte cada vez más escasa. Las soledades se bifurcan entre los que ven el mundo pasar desde su ventana y los que hacen que este siga girando, las piezas informes de la maquinaria, el motor de carne y huesos y voces que no puede parar de funcionar porque las finanzas, esas estadísticas invisibles para cualquier obrero, importan más que su patrimonio, que el bienestar de su familia, que la permanencia de su rodilla y sus otras extremidades. El futuro se esfuma y la muerte se nos acerca, volteamos y la tenemos tan cerca que hasta deja de darnos miedo. Se convierte en una pasajera de los transportes públicos, en una invitada sorpresa de las reuniones familiares, empañando toda nuestra existencia hasta casi acostumbrarnos a que esté ahí. Acelera un montón de cosas. Y si el tiempo ya iba desenfrenado, si las agujas del reloj tejían con velocidad los instantes, la muerte se proyecta como un impulso, una aceleración añadida. Esto es espantoso.

Toda existencia viene, de base, con una fecha de caducidad. Para todas en Kentucky Route Zero, esa fecha llegó y se fue hace mucho, atravesando a los personajes como si no estuvieran ahí. Como si estuvieran llegando tarde a su propia conclusión. Al final y al principio, esa etiqueta cronológica tan personal, tan intransferible, tampoco es tan personal ni tan intransferible. Es impersonal y universal, aquello que compartimos todas, que nos ata a una misma tristeza. Pero el fantasma de la fecha permanece, y permanece incluso antes de llegar. A lo largo de nuestras vidas, hay pequeñas manifestaciones, minúsculos prólogos de una presencia que todavía ni existe. La vejez se apresura, nos corroe las venas con sus productos azucarados y accesibles, nos agota los hombros con sus jornadas infinitas. La fecha, como la hauntología desarrollada por Mark Fisher, es un fantasma que se proyecta en dos direcciones contrarias; el dolor de lo que ya vivimos y que se niega a salir de nuestros cuerpos, y los dolores que están viniendo pero que, de cierta forma, ya están aquí. La fecha forma parte de la semiótica de la kronocracia, una hilera de signos que nublan nuestros horizontes hasta desaparecerlos, esa lenta cancelación del futuro. Por eso, Kentucky Route Zero es una poética jugable de la inutilidad, de la vejez prematura, de la muerte que llega y se instala en silencio a lo largo de nuestras vidas; ya de por sí llenas de silencios; ya de por sí silenciadas.

——————

En su sinopsis puede leerse que su mecánica vertebradora es el point and click, pero ésa es una superficie, un formalismo que oculta el verdadero circuito semántico. En Kentucky Route Zero hay unas mecánicas del silencio, de la ausencia, del vacío materializado en calles, personas, palabras. Jugar en la ruta Zero es, además, que ella nos juegue a nosotros, que nos manipule y nos haga títeres de una nostalgia por cosas que no nos han pasado, pero que nos duelen como si hubieran pasado ayer. Como si todavía no dejaran de pasarnos.

————

Todo dentro y fuera del juego se estructura alrededor de un vacío, un pleno proceso de espectrificación, de transición hacia ánima. Fantasmas que no saben que han muerto, recorriendo una carretera de la que ya nadie se acuerda. Somos nadie jugando este juego. En el sentido más hermoso de la palabra. Basta con empezar a jugar y ver cómo las nociones de protagonismo, de centralidad narrativa y de agencia se despedazan mientras saltamos de persona en persona, de fantasma en fantasma. La identidad es una mecánica de entre las pocas que tiene, pero es la que significa y sostiene a todas las demás. A diferencia de Disco Elysium, en donde la personalidad es la elaboración minuciosa de un reflejo que ofrecerle al mundo, en Kentucky Route Zero la identidad es una cosa difusa, nebulosa, agujerada por el tiempo. Pero quizá por eso más diversa, más comunitaria, más otra. Esos agujeros son nuestro lugar en su cosmos, el punto en el que entramos en contacto y en control con su porosidad existencial.

——————

Quizá la primera de entre todas las cosas que destaque dentro del microcosmos de Cardboard Computer, sea la prosa poética que tiñe a todos sus diálogos. Más que conversaciones, el sistema dialógico del juego parece ser un libro colaborativo, un poema de escritura automática y rizomática, en el que participan los personajes, los autores y la jugadora. No es casualidad que, ya en la primera escena, se nos pida redactar un poema procedural para acceder a un viejo computador. Tampoco es casualidad que una de las referencias toponímicas del principio, sea la avenida de Macondo, en donde vive (o vivió) [o vivirá] la familia Márquez. Es destacable que un juego se enriquezca textual y metatextualmente de manera tan directa, pero lo es más que no se conforme con eso. Las referencias son dialécticas, y no sólo dialógicas.

Esa dialéctica, es la inspiración que el realismo mágico tuvo en sus estéticas y temáticas. Sin embargo, habría que preguntarnos, ¿cómo se traduce el código de todas esas novelas hacia las mecánicas de Kentucky?

El realismo mágico es una corriente literaria surgida en latinoamérica, en paralelo al llamado boom latinoamericano. Esta especie de microgénero fue célebre por insertar en sus tramas elementos fantasiosos, imposibles y fantásticos, ante los cuales la realidad ficcional reaccionaba sin sorpresa, como si lo estúpido y lo absurdo fuera una pieza más del día a día. La linealidad cronológica de las historias estaba dislocada, el tejido textual podía abrirse a expresiones más heterogéneas (como los poemas, las notas de viaje y los artículos periodísticos) y todo era sobrevolado por una fuerte influencia histórica y atmosférica latinoamericana. Sin embargo, hay problemas. En años recientes, este logro de las letras hispanoamericanas ha sido puesto bajo el escrutinio de la crítica, preguntándose ¿qué ha supuesto para las culturas sudamericanas cargar con la cruz simbólica del exotismo maravilloso, inaugurada por el realismo mágico? ¿qué se esconde detrás de todos esos eventos imposibles y pintorescos? ¿magias posibles o precariedades normalizadas? Por mi parte, veo un evidente colonialismo desde críticas europeas y estadounidenses, un hilo fácil del que tirar para llegar a la conclusión de que los latinoamericanos somos una raza pintoresca, alegre, curiosa y estúpida, sin consciencia de pasado y sin perspectiva de futuro, viviendo un presente diluido, que se nos escapa entre las supuestas magias de lo cotidiano. Si no es a través del hierro y el oro, será con la pluma, con las taxonomías literarias que nos inmovilizan y nos convierten en un escenario turístico.



Respecto a esto, prefiero la obra del jalisciense Juan Rulfo, que, si bien no está inscrita oficialmente dentro de la escuela del realismo mágico, cumple con sus características básicas. Después de todo, las carreteras crepusculares y el río metafísico de Kentucky tienen más que ver con el polvo, el abandono y la noche de la Comala de Pedro Páramo que con los colores y sabores festivales de Macondo en Cien Años de Soledad. Además, los hilos que enlazan ambas obras no son puramente estéticos. Comala también está habitada de fantasmas que vagabundean por los callejones del tiempo y las rendijas del espacio; también se encuentra atravesada por una deuda ominosa que tiene sus raíces en el estado y el capital; y nuestra entrada a esas dos ficciones  se ve configurada por la llegada de un protagonista que va en busca de algo en nombre de alguien más. Juan Preciado en busca de un padre que ni sabía que tenía, enviado por su madre, y Conway una avenida en una calle que ya no existe, enviado por una empresa que pronto dejará de existir.

——————

Las raíces la de narrativa videolúdica, aunque han sufrido ciertas heridas, se rehúsan a marchitarse. A pesar de los experimentos mecánicos del sector independiente y de una escena AA cada vez más rebelde en cuanto a sus diseños de niveles, hay una forma que apenas ha sido explotada en toda su riqueza. Si la dialéctica del videojuego es la libertad dirigida, y la tesis de esa dialéctica es el control con el cual el jugador se expresa y se inserta en los micromundos, la antítesis sería el descontrol, aquello que, por una razón u otra, se nos escapa de las manos. El momento en el que mundo nos posee, y no nosotros a él. Me gustaría aportar algo al esquema. Mucho de este descontrol parece operar en un plano pasivo, oculto detrás de capas textuales que no sirven tanto a un propósito narrativo como a uno atmosférico y contextual; áreas del mapa restringidas, pnj´s ajenos a nuestra agencia (y nosotros a la suya), misiones y mecánicas inexistentes. Pero el descontrol puede ser mucho más rico que las misiones que no pueden hacerse, los personajes con quienes no puede interactuarse y los lugares a los que no puede irse; puede, cuando se ejerce deliberadamente, cuando se dirige, ser una forma de expresión, una poética, una comunicación activa.

El videojuego que más se ha sumergido en este descontrol dirigido, es Pathologic.

Comentarios

Entradas populares