La soledad es un espejo. El espejo semántico de Gloria Ortiz.

 


Gloria Álvarez, mujer oriunda de Colima trasladada a Baja California, llega una tarde a la casa de Virginia Hernández con un cúmulo de borradores y tachaduras. De ese caos de palabras, logran sacar 28 poemas en limpio, que se convierten en La soledad es un espejo, premio estatal de literatura en 1992. A partir de ese momento, Gloria pasa a formar parte del horizonte de visibilidad poética bajacaliforniana. Desgraciadamente, la diabetes temprana empieza a sustraerle pedacitos de vida, obligándola a cerrar su taller de poesía, inaugurado en UABC Campus Ensenada a principios de 1991, y eventualmente apagándole los ojos. En la presentación del libro que hoy nos ocupa, Virginia Hernández, amiga personal de la autora, dice que La brevedad fue su sino. Y esa es la sensación que atraviesa cada uno de sus poemas, la de una voz silenciada demasiado pronto, pero que mientras habló, resonó en una frecuencia poética que es universal, que se abre paso hasta el corazón de cualquiera.

Tan pronto como esta voz se hace presente, se reúne con las de otras poetas norteñas que estaban enhebrando la escena californiana de finales y principios de siglo. Al lado de otras figuras literarias femeninas como Julieta González Irigoyen, Ruth Vargas, Alma Delia Martínez Cobián, Rosina Conde, Elizabeth Cassezús y Estela Alicia López Lomas, la poesía femenina se recupera en ensayos como el de la propia ESALÍ: “¿De qué hablas las poetas bajacalifornianas?”. En tal escrito, se señala la necesidad de volver a antologar a las poetas de la baja, a casi más de 100 años de la última colección. Con La soledad es un espejo, es evidente que se dieron varios pasos en la dirección correcta.

A lo largo de los más de 50 poemas que lo componen, Gloria Álvarez teje una red de imágenes que es de alcance tan privado como universal. Sea sobre el amor, el miedo, la tristeza y la excitación sensual, e incluso de todo ello a la vez, su pluma recoge, sin derramar ni un solo matiz, las complejidades de la emoción humana. Aunque de entre su multiplicidad de voces, la que campea por encima de las demás es la celebración de lo corpóreo, un festival semántico de la carne como acontecimiento político, de rebeldía e insurrección gramática. En A Tito Monterroso, esta fijación de los sentidos se entremezcla con un diálogo intertextual, particularmente, con el autor del famoso dinosaurio microficcional:  /Cuando llegaste/ lo primero que se te ocurrió/fue que la cama//era demasiado pequeña para tres. /Sin embargo, /nos acostamos e hicimos el amor. /Por la mañana/lo primero que vi/—¿no vi? —/fue que el dinosaurio al fin/ (se había marchado.

Siguiendo la estela de su fascinación por los cuerpos, se llega al núcleo de su poesía; un corazón femenino que bombea sangre en forma de palabras hacia todas sus emociones. Un corazón herido, pero blindado frente al mundo agresor, con la pluma en ristre, con las metáforas a flor de piel. Puede leerse, como resultado de esta combinación, el orgullo, la sensibilidad y la feminidad que transmite Heráldica, una autogenealogía en la que explora las raíces resistentes y minerales de su familia; un cuadro matriarcal compuesto por mujeres que, de una u otra manera, desde sus respectivas trincheras existenciales, supieron vencer a la vida, antes de ser vencidas por la muerte.

Un análisis comparativo rápido revela la influencia de Alejandra Pizarnik, en tanto a la circunstancia de ser mujer como una tragedia de la se cura con versos, con la abertura en canal del cuerpo y el alma misma, y su respectivo derrame sobre la página en blanco. Eso en cuanto a los temas acariciados; la morfología de la caricia responde más a los laberintos verbales de Blanca Varela, la forma en que se interpersonaliza desde una monolítica por duradera pero dinámica por flexible primera persona.

Visto isométricamente, el universo imaginario y simbólico de Gloria responde a la permanente necesidad de gritar lo que ha permanecido en los límites del susurro por demasiado tiempo. Un grito breve, fragmentado, pasadizo, pero a la vez permanente, perpetuo. En suma, una constelación de palabras que dejan su huella impresa sobre la textura de la identidad, a través del tiempo que nos quede, hasta que regresemos a ese silencio largo en el que no existen ni nuestras voces ni las de los otros. 

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