Ráfagas y cumbia: El capitalismo a través del narcotráfico en Ya no estoy aquí.




En Ya no estoy aquí hay murales que hacen referencia a campañas de diputación, mensajes radiofónicos que aluden al sexenio de Felipe Calderón y pancartas partidistas que adornan las rejas de las casas. Elementos escenográficos que elaboran el contexto político de la película, y que enmarcan la presencia del conflicto estructural que dará pie a la trama. En una de las primeras escenas, el protagonista, Ulises, se ve interrumpido por uno de estos mensajes, por un gobierno que no está sino en publicidad. Aquellos “daños colaterales”, esas víctimas sin cara ni nombre a las que se refería Felipe Calderón, cobran en esta cinta una dimensión humana. La otredad distante, construida por noticiarios, artículos y estadísticas que hablan de los muertos como una cifra, se anula. En la guerra contra el narcotráfico se perdieron vidas, pero también comunidades, expresiones culturales, tejidos de cotidianidad.

Ya que el cine mexicano cuenta con un registro de representación de clases marginadas basado en la violencia y la desgracia, la celebración de lo cotidiano, de lo alegre y lo cultural en Ya no estoy aquí, le sirve para desmarcarse de esa tradición. Los planos largos y abiertos en que no ocurre nada más que el baile de Los Terkos, la densidad de la jerga en que se comunican y que nos obliga a prestar atención a lo que están diciendo, la estructura narrativa, que se mueve entre un presente de rechazo lingüístico e identitario y un pasado lleno de pertenencia. Todos los elementos colaboran para dibujar el retrato de una contracultura que ha desaparecido, no sólo debido al narcotráfico, sino al clasismo inherente de las metrópolis capitalistas. La estigmatización de lo considerado extraño, de lo ajeno a la centralidad, infunde miedo en una población aburguesada.

Al ser estrenada la película, los regiomontanos de clase favorecida expresaron a través de redes sociales que Ya no estoy aquí “no los representaba”, y que era nociva para la imagen pública de Monterrey, porque el mundo iba a pensar que todos en Nuevo León eran Cholos. Los Cholombianos se enfrentaban tanto a una sociedad burguesa que los negaba y los rechazaba, como a un narcotráfico que intensificó su presencia en las zonas periféricas de Monterrey durante 2008, y que produjo la migración de altos índices poblacionales. Este doble abandono acabó por desgarrar las expresiones culturales que no se adaptasen a la hegemonía del capital.

En el caso de Ya no estoy aquí, hay una escena en que esto se expresa a través del diálogo. Unos narcotraficantes secuestran a Ulises, y de entre las muchas cosas que le comunican, está una exigencia de que tanto él como su grupo se pongan a trabajar, que dejen de andar “mendigando” y que dejen de vestirse como se visten.  José Javier Bertagni, en su ensayo Las Drogas y el Narcotráfico, explica que el narcotráfico ya está imbricado en la sociedad actual, y que por ello replica sus dinámicas, sociales y culturales. De esa imbricación, surgen términos como “narcoestado”, el gobierno del narco. Según Bertagni, para ser metabolizado por una población, el capitalismo debe adaptarse a los márgenes de su cultura, aprovechándose del abandono del estado a ciertos sectores que han quedado afuera del mercado global.  

Para la película de Fernando Frías, esto se traduce en una interpretación doble de las alternativas que tienen las comunidades periféricas: por un lado, suman sus cuerpos a la hegemonía del capital narcotraficante, asumiendo el rol del opresor, y por otro se aíslan a través del consumo de música, vestimenta y narcóticos, asumiendo el rol de los oprimidos. Ambas alternativas se someten al capital, y aunque en el caso del protagonista, Ulises, y su grupo, Los Terkos, se presente como una vía emancipatoria, su naturaleza dependiente de los productos comercializados en los tianguis (economía informal) la revela como una forma más de subordinarse.

Según La frontera semiótica, de Humberto Félix Berumen, debido a la condición de Nuevo León como frontera, tanto geográfica como cultural, con Estados Unidos, podemos hablar de una traducción semiótica, en que los signos identitarios propios de comunidades norteamericanas pasan la membrana fronteriza y se resignifican al instalarse y combinarse en Monterrey. Los Terkos adoptan términos del inglés, visten tenis Converse, espráis y tintes de cabello, pero los mezclan con los pantalones bombachos y coloridos (propios de lo cholos chicanos de Los Ángeles) y los accesorios de la virgen de Guadalupe, que atañen a una religiosidad mexicana. Además, la música, las cumbias rebajadas, son una transformación de la música popular colombiana, que llegó a Nuevo León por las migraciones de colombianos y de trabajadores de Ciudad de México en los 80.

Análogamente, los llamados “buchones” también representan unos límites identitarios ofrecidos por el capital y traducidos hacia un contexto cultural específico. Las características de expropiación cultural, que Bertagni atribuye a los modelos capitalistas, se adaptan a las condiciones de las poblaciones periféricas mexicanas: el abuso familiar, la reiteración en estereotipos de género, la falta tanto de educación escolar como de una economía que cubra las necesidades básicas, empuja a los jóvenes a delinquir para salir de su situación. Sus narcocorridos hablan de protagonistas que sufrieron por causas similares a las de ellos, y presentan el crimen organizado como una manera de ascender en el estrato socioeconómico de sus entornos. Son narrativas musicales que, como vemos en la escena descrita, convierten al otro en un enemigo y condenan la no productividad, al ensalzar la competitividad y el trabajo como virtudes que llevan hacia el éxito económico.

Bajo esta tesis, es fácil interpretar que tanto los Cholombianos como los buchones son culturas híbridas, colectivos resultantes de la franja fronteriza, y que por ello están más abiertos a la recepción de nuevas dinámicas. Esto no es así, y me remito aquí al artículo de Heriberto Yépez, Lo Post-Transfronterizo, en donde presenta un contraargumento a la hibridación cultural de García Canclini. En él, hace referencia a una acentuación de la repulsión entre las culturas en y de la frontera. Esto es mostrado en las escenas de Ulises en Nueva York, que al entrar en contacto con otras formas culturales (musicales o lingüísticas) se muestra reacio, hermético, terco ante las diferencias. Desde luego, no convierte esta terquedad en una excusa para la violencia, en contraposición a los buchones, quienes expresan su desagrado hacia los Cholombianos mediante el miedo.

El modelo económico neoliberal, que promete igualdad para el desarrollo socioeconómico de las culturas, acaba por ser un artefacto para el clasismo, el racismo, la violencia y los procesos de aculturación. Anula a los cuerpos que no se anexan a sus engranajes, y los rechaza sistemáticamente de cualquier punto geográfico por el que intenten encajar. El narcotráfico mexicano es una muestra de esta destrucción cultural, terminando con las manifestaciones identitarias no normativas, y observando el abandono del estado no como una vía para la revolución, sino para la imposición de un narcoestado, en que lo único que cambia respecto al capital de las grandes ciudades es la violencia con que pone en marcha sus mecanismos.

Este ensayo fue presentado como proyecto final para la materia de Estudios Culturales Fronterizos, en la Facultad de Humanidad y Ciencias Sociales de la UABC. 

 

 

Lista de referencias.

Félix Berumen. (2004). La frontera en el centro: ensayos sobre literatura. Baja California, México: Universidad autónoma de Baja California.

Heriberto Yépez. (2012). Lo post-transfronterizo. Literal Magazine, núm. 21, 2-3.

Javier Bertagni. (2016). “Las drogas” y “el Narcotráfico”. Dispositivos del capitalismo y de disciplinamiento global. Margen, núm. 80, 1-4.

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