Morro mexicano llorando [1] —Voy a morirme vivo y caliente.

Ya mero es mi piñata. Mi décima piñata. Llevo desde la quinta invitando a la muerte.. Espero que ahora sí le caiga. Fantaseo sexualmente con la muerte, le pego duro a la piñata, esperando que al romperse, llueva sobre mí la muerte, humedecida y telúrica.



Leo las etiquetas de los dulces, trato de llegar hasta las palabras que me dirán cuánto daño le estoy haciendo a varios de mis sistemas. La oscuridad deforma la semiótica de los caramelos: Azuar refnado, áido montrico, gom, colr arill...lo demás, se pierde entre las luces de una bola disco. Al otro lado del centro de mesa, mi familia paterna se la está cromando a Porfirio Díaz: superávit, inversión extranjera, líneas ferroviarias, poca inflación. Ni una mención a los periodistas, a los agricultores, a los cadáveres de quienes cimentaron ese camino a la relevancia global. Veo a un morro que me dijeron que era mi primo lejano dar vueltas alrededor de una columna blanca, gira en una espiral a prueba de náuseas y visiones borrosas. La verdad es que lo envidio, quisiera dar vueltas alrededor de una cosa, sin que nada me importase, sin que nada de este ruido, de esta cultura convertida en corridos alterados me llegase a los oídos. Odio a todos, odio todo lo que hacen, la forma en que lo hacen. Odio sus caras al hacerlo, odio que sean conscientes de cuál es su cara y de que sean conscientes de que soy consciente de cuál es su cara. ¿por qué bailan? ¿Cuál es el sentido ontológico que explica tantos músculos moviéndose por el puro acto del movimiento? No es un acto dialéctico, no es una comunicación material. Ellos se congregan en el corazón de la loza y se ponen a moverse. Mi mente edita la escena, quita la música, todos se mueven sin ninguna razón, arrastran sus cuerpos viejos, poseídos por una onda acústica. Son tan estúpidos por gastar su energía bailando. Soy estúpido por mirarlos, por pensar en el hecho de que bailan y que los miro, eso es un gasto de energía que ya no va a volver a mí. Odio la sensación de que estoy aquí ahorita, no soporto la sensación de habitar mi cuerpo, me siento inválido por poder sentirme. Algo hecha sus raíces en mí y un día, en mi cráneo, en mi pecho, en mi garganta, florecerá un hermoso cáncer, una rizoma de nódulos virulentos. Voy a morirme entre gritos de dolor y la sensación de estar gritando. Mientras pienso esto, he conseguido abrir un mazapán. Me deprime el hecho de no haberlo roto. Me voy a morir. Está bueno, suave. Su azúcar me recorre y un día va a matarme. Va a reunirse con las otras azúcares que he comido a lo largo de mi vida, se están organizando para rebelarse contra mi cuerpo. Su revolución es matarme. Soy su hegemonía, soy su estado y su empresa privada. Van a cortar mi cabeza con una guillotina que están fabricando en mi arteria yugular. Alguien en mis corredores intramusculares está pegando carteles con mi cabeza, sobre una leyenda que reza: TRAIDOR. Una junta sindicalista se decide sobre cuáles serán mis síntomas: una fiebre que le haga alucinar a sus mascotas muertas, un dolor de huesos que haga de su respiración un crujido, un paro que le martille el corazón y le pique las aortas con las costillas. Se dan la mano en un solemne acto de camaradería. Son asesinos pero son comunistas, esos azúcares cayeron subidos en mis lágrimas, cuando mis ojos goteaban sobre las páginas viejas de un tomo gigante de El Capital. Han absorbido a Marx, cruzaron la bibliografía para llegar hasta Engels, a Lenin. Se hincharon de la dialéctica de Antonio Gramsci. A mí me va a matar el comunismo, nadie encontrará nunca a mi asesino. Yo me he matado, he organizado mi muerte. La revolución de mi vida sólo me llevará a mi exilio de la existencia. Mastico el mazapán. Siento asco ante el concepto de masticar, siento asco frente a mi saliva mezclándose con aquellos químicos hijos del capital. Mastico mi muerte, la saboreo, dejo que abra las compuertas de mis neurotransmisores. Mi muerte me escalofría, diciéndome que quizá no es tan mala. La muerte va a ser un gran orgasmo, un orgasmo rico y esencialmente sexual. Y sonrío porque voy a morirme vivo y caliente. 

[La pintura de la portada es Epidemie, de Alfred Cubin]

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